16

La brisa olía a mentira. A juicio disfrazado de tradición. A trampa.

Cuando me pusieron de pie frente al círculo de ancianos, lo supe antes de que hablaran. Mi segunda prueba no era una evaluación, era una sentencia. Y aun así, me quedé quieta, la barbilla alzada, fingiendo que la furia no me hervía por dentro.

—Cruzarás la frontera —anunció el más viejo, el que tenía la voz que crujía como corteza seca—. Irás al Valle de Sangre y traerás la flor del lamento. Si vuelves con ella… tendrás nuestro respeto.

La flor del lamento. Una leyenda más que una planta. Una flor que solo florecía bajo luna llena en territorio enemigo. Un sitio donde ningún lobo con sentido común se aventuraría.

Pero claro, yo no era un lobo común.

Yo era la intrusa.

La Omega que respiraba demasiado fuerte para sus oídos.

La que estaba tentando al Alfa equivocado.

La que no sabían cómo domesticar.

Así que me mandaban al matadero… vestida de coraje.

—¿Y si no vuelvo? —pregunté con calma. Porque el miedo solo alimenta a las bestias.

—Entonces serás recordada por tu intento.

Hermoso. Muy poético para una ejecución disfrazada de rito.

Miré a Aiden.

Estaba al fondo. De pie. Inmóvil.

Su expresión era una máscara de granito.

Pero sus ojos…

Sus ojos decían algo muy distinto.

Decían “no lo hagas”.

Decían “déjame hacerlo por ti”.

Y como si eso fuera un insulto, sonreí con ironía y asentí al anciano.

—Bien. Al menos moriré oliendo flores.

Salí sola, con una mochila vacía y demasiados pensamientos.

El bosque se tragó mis pasos como si esperara el momento perfecto para cerrarse detrás de mí.

Aiden no me siguió.

O eso creí.

La frontera era más que una línea invisible.

Era un cambio de energía.

Un susurro en los árboles que no reconocía mi nombre.

Una brisa que ya no olía a mi manada, sino a peligro.

A cada paso, me dolían los recuerdos.

Su cuerpo cerca del mío.

Su voz ronca.

Su aliento en mi cuello.

Maldito Alfa.

Maldito yo-quiero-y-no-puedo.

Maldita yo… por desear lo que no debía.

—Idiota —murmuré, pateando una rama caída—. No necesitas un hombre que te salve. Necesitas uno que no te haga sentir que debes ser salvada.

Pero su presencia era una sombra que no me abandonaba.

Y cada vez que creía que me había liberado de su efecto, volvía el recuerdo de su voz.

“Tú ardes, Luna. Me quemas sin siquiera intentarlo.”

Pues yo ardía, sí.

Ardía por él, por mí, por esta prueba estúpida.

Y por la necesidad de demostrar que no era débil.

La flor del lamento.

Supe que la había encontrado antes de verla.

Un aroma extraño flotaba en el aire, dulce y salvaje, como si el bosque mismo exhalara una advertencia.

Me adentré en el claro.

Allí estaba: solitaria, de pétalos morados como la medianoche y un centro de plata líquida.

Hipnótica.

Peligrosa.

Me agaché, con el pulso en los oídos.

Estaba a punto de cortarla cuando algo silbó a mi lado.

Una flecha.

Justo junto a mi brazo.

El enemigo.

No esperé.

Tomé la flor.

Corrí.

Las ramas me golpeaban la cara, las piernas ardían, la sangre cantaba en mis sienes.

Corrí como si el infierno tuviera dientes.

Porque los tenía.

Un segundo disparo pasó a centímetros de mi costado.

El tercero… no falló.

El grito me arrancó el aire.

Una quemazón me invadió el muslo, y caí al suelo con un gemido entre dientes.

No iba a gritar.

No iba a suplicar.

Me arrastré hasta un árbol, jadeando.

La flor seguía en mi mano.

Lo único que no había soltado.

Lo único que me habían pedido.

¿Valía tanto?

La noche caía.

El aire se volvía hielo.

Mis párpados pesaban.

No iba a llorar.

Entonces lo escuché.

El crujido.

El sonido de pasos rápidos.

Una respiración conocida.

No.

No podía ser.

—Luna.

La voz.

Grave.

Urgente.

Maldiciendo.

Era él.

Aiden.

Mis labios intentaron formar su nombre, pero salió un suspiro débil.

—Luna, por la luna… ¿qué hiciste?

Sentí sus brazos envolverme.

Fuertes.

Furiosos.

Temblorosos.

Me levantó con facilidad, como si no pesara más que una hoja.

Me presionó contra su pecho.

Su corazón latía como un tambor desbocado.

—Te dije que no vinieras. —Su voz estaba quebrada, no por la rabia… sino por el miedo.

Quise sonreír.

No pude.

Estaba demasiado agotada.

Demasiado consciente del calor que irradiaba su cuerpo.

Del perfume que me había tatuado.

De lo irónico que era todo.

Yo había venido a probarme.

Y aun así, cuando más me dolía, cuando estaba al borde de rendirme…

Él vino.

A pesar de sí mismo.

A pesar de todo.

Aiden me cargó en silencio.

Sus pasos eran firmes, decididos.

Cada tanto murmuraba algo entre dientes, insultos dirigidos al consejo, a él mismo… y probablemente a mí.

Pero yo no los escuchaba.

No del todo.

Estaba demasiado absorta en un pensamiento.

Que no necesitaba un salvador.

Que no había pedido uno.

Pero él vino de todas formas.

Y ese, jodidamente…

Fue el momento en que supe que no podía dejar de amarlo.

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