La brisa olía a mentira. A juicio disfrazado de tradición. A trampa.
Cuando me pusieron de pie frente al círculo de ancianos, lo supe antes de que hablaran. Mi segunda prueba no era una evaluación, era una sentencia. Y aun así, me quedé quieta, la barbilla alzada, fingiendo que la furia no me hervía por dentro.
—Cruzarás la frontera —anunció el más viejo, el que tenía la voz que crujía como corteza seca—. Irás al Valle de Sangre y traerás la flor del lamento. Si vuelves con ella… tendrás nuestro respeto.
La flor del lamento. Una leyenda más que una planta. Una flor que solo florecía bajo luna llena en territorio enemigo. Un sitio donde ningún lobo con sentido común se aventuraría.
Así que me mandaban al matadero… vestida de coraje.
—¿Y si no vuelvo? —pregunté con calma. Porque el miedo solo alimenta a las bestias.
—Entonces serás recordada por tu intento.
Hermoso. Muy poético para una ejecución disfrazada de rito.
Miré a Aiden.
Decían “no lo hagas”.
Decían “déjame hacerlo por ti”.
Y como si eso fuera un insulto, sonreí con ironía y asentí al anciano.
—Bien. Al menos moriré oliendo flores.
Salí sola, con una mochila vacía y demasiados pensamientos.
La frontera era más que una línea invisible.
A cada paso, me dolían los recuerdos.
Maldito Alfa.
—Idiota —murmuré, pateando una rama caída—. No necesitas un hombre que te salve. Necesitas uno que no te haga sentir que debes ser salvada.
Pero su presencia era una sombra que no me abandonaba.
“Tú ardes, Luna. Me quemas sin siquiera intentarlo.”
Pues yo ardía, sí.
La flor del lamento.
Me adentré en el claro.
Me agaché, con el pulso en los oídos.
El enemigo.
No esperé.
Las ramas me golpeaban la cara, las piernas ardían, la sangre cantaba en mis sienes.
Un segundo disparo pasó a centímetros de mi costado.
El grito me arrancó el aire.
Me arrastré hasta un árbol, jadeando.
La noche caía.
Entonces lo escuché.
El crujido.
No.
—Luna.
La voz.
Aiden.
Mis labios intentaron formar su nombre, pero salió un suspiro débil.
—Luna, por la luna… ¿qué hiciste?
Sentí sus brazos envolverme.
Me levantó con facilidad, como si no pesara más que una hoja.
—Te dije que no vinieras. —Su voz estaba quebrada, no por la rabia… sino por el miedo.
Quise sonreír.
Yo había venido a probarme.
A pesar de sí mismo.
Aiden me cargó en silencio.
Pero yo no los escuchaba.
Que no necesitaba un salvador.
Pero él vino de todas formas.
Y ese, jodidamente…