La brisa olía a mentira. A juicio disfrazado de tradición. A trampa.
Cuando me pusieron de pie frente al círculo de ancianos, lo supe antes de que hablaran. Mi segunda prueba no era una evaluación, era una sentencia. Y aun así, me quedé quieta, la barbilla alzada, fingiendo que la furia no me hervía por dentro.
—Cruzarás la frontera —anunció el más viejo, el que tenía la voz que crujía como corteza seca—. Irás al Valle de Sangre y traerás la flor del lamento. Si vuelves con ella… tendrás nuestro respeto.
La flor del lamento. Una leyenda más que una planta. Una flor que solo florecía bajo luna llena en territorio enemigo. Un sitio donde ningún lobo con sentido común se aventuraría.
Pero claro, yo no era un lobo común.
Yo era la intrusa.
La Omega que respiraba demasiado fuerte para sus oídos.
La que estaba tentando al Alfa equivocado.
La que no sabían cómo domesticar.
Así que me mandaban al matadero… vestida de coraje.
—¿Y si no vuelvo? —pregunté con calma. Porque el miedo solo alimenta