Estuve hospitalizada dos días, durante los cuales, Diego desapareció de mi vida por completo. No me llamó, no vino, ni siquiera me envió un mensaje.
Pero, claro, sí había tenido tiempo para subir historias a Instagram. En pleno día de San Valentín, él y Valentina habían ido al parque de diversiones; habían participado en el reto viral de «besarse durante un minuto en lo más alto de la rueda de la fortuna».
Yo, desde la cama del hospital, los vi sonriendo en cámara, con las luces girando detrás; como si el universo entero celebrará su felicidad… y mi derrota.
Al volver a casa, lo primero que hice fue abrir el armario donde guardaba todo lo del matrimonio, y repartí entre las empleadas del servicio cada detalle que había escogido con amor, con ilusión.
—Llévense lo que quieran —les dije con voz tranquila—. Lo nuevo, lo bonito. Ya no es mío.
Dicho esto, me senté en el sofá, abrí la galería de mi celular, y comencé a borrar todas las fotografías que tenía con Diego: selfies con él, viajes, abrazos bajo la lluvia, cena a la luz de las velas...
Cada clic era un adiós. Cada eliminación, una herida cerrándose.
Una vez que terminé, tomé una cápsula del frasco que me había recetado el médico: esencias herbales para ayudarme en mi recuperación.
Entonces, sin anunciarse, Diego regresó.
Entró como si nada, vio el frasco en la mesa y lo agarró con cara de sorpresa.
—Mira… ¡qué gran detalle! Compraste esto para Valentina. Está justo en la etapa de… bueno, necesita cuidarse. Le va a servir para… equilibrarse.
No lo corregí. Sabía perfectamente que «equilibrarse» era su forma de decir conservar el embarazo.
Le arranqué el frasco de las manos, corté el moño con unas tijeras, y, sin pensarlo, volqué todas las pastillas al fregadero.
—¡¿Estás loca?! ¡Sabías que Valentina casi pierde al bebé por tu culpa y ni una cápsula le das!
—Sí —respondí, sin más.
Diego, rojo de rabia, tiró la caja al tacho de basura.
—¡Beta! —gritó por teléfono—. Compra la misma caja y tráela ya. Urgente.
Entonces miró alrededor y notó algo.
—¿Dónde están nuestras cosas?
—¿Qué cosas?
Se acercó a la cocina y comprobó que los portavasos con nuestros nombres, los platos personalizados, los individuales de «Mr.» y «Mrs.»… en definitiva, todo había desaparecido.
—Isa… las cosas del casamiento… ¿qué hiciste con ellas?
Me miró con una mezcla de desconcierto y algo parecido al… miedo.
—¿Y tu cara? Estás pálida. ¿Estás con tu… ciclo? ¿Fue muy fuerte esta vez?
Lo miré sin emoción. Diego ya no era nadie para mí. Solo era un hombre que una vez había sido parte de mi vida.
Al ver que no respondía, se relajó.
—No te enojes por lo que te dije el otro día. Lo dije por tu bien.
Hablaba como si yo siguiera siendo su esposa; como si su palabra tuviera peso en mi mundo.
—¿Te acuerdas de que dijiste que te faltaba una dama de honor? Bueno… ya está. Acepto que Valentina sea mi dama.
—¿Qué?
Se quedó helado. Claramente, no entendía nada. ¿Por qué alguien que no le daba ni una pastilla a Valentina aceptaría que ella estuviera en su boda?
Pero yo ya tenía todo planeado.
«Ese día no será el de mi boda. Será el día de mi liberación.»
Diego se inclinó y me besó la frente.
—No te quedes con lo malo. Ya pasó. Lo importante es que estamos juntos.
—Ajá.
—Apenas pase la boda, nos iremos de luna de miel a donde tú quieras. Estaré todo el tiempo contigo, hasta que te quedes embarazada. Tendremos un pequeño lobito.
—Claro —asentí sin emoción.
Me dio un beso sonoro en la mejilla. Tan húmedo, tan invasivo… que tuve que contener las náuseas.
—Estás débil, quédate en casa. Yo llevaré a Valentina a probarse vestidos de dama de honor. En cuanto terminemos, volveré para mimarte.
—Está bien.
Apenas salió, corrí al baño, abrí la llave del agua y me lavé la cara una y otra vez.
«El asco… el asco no se va…»