Todo el camino de regreso a casa, el corazón me latía con fuerza.
No podía evitarlo.
Temía que Diego apareciera de la nada, furioso, a arrastrarme de nuevo a su ceremonia maldita.
Él estaba acostumbrado a que yo obedeciera sus órdenes sin dudar, sin retraso.
Pero esta vez no.
Esta vez no solo no me presenté a la boda…
También recibió mi “regalito” por mensajería.
Y debió enloquecer.
Yo, en cambio, iba sonriendo como nunca.
“Jamás entendiste quién era yo realmente, Diego.”
No era esa mujer sumisa que esperaba en casa a que el lobo regresara con gloria.
Yo era una loba que perseguía el escenario, las luces, el aplauso.
Una bailarina, una soñadora.
Esta vez, ni siquiera le di la oportunidad de detenerme.
Porque hace diez años, cuando intenté marcharme por primera vez, fui tan ingenua que le dejé una carta de despedida.
Y él, con lágrimas falsas y su carita de cachorro arrepentido, se presentó ante mis padres.
Después me llevó a un partido de baloncesto.
Y en el descanso del medio tiempo,