Capítulo 03
—¡Diego! ¡El que tiene los tendones rotos y no puede estar de pie por más de diez minutos no eres tú! ¿¡Con qué derecho me pides que perdone a la mujer que mató mi sueño!?

Quise gritar más fuerte, pero el dolor en el vientre apenas me dejaba mantenerme en pie.

Valentina no me había «atacado» esa noche hace tres años; me había intentado matar con un cuchillo, directo al corazón.

Si no fuera porque Diego me protegió con su cuerpo, ahora mismo estaría bajo tierra.

Desde entonces él vive convencido de que le debo la vida, y ahora creía que, porque él había perdonado a Valentina, entonces yo también debía hacerlo.

¡Qué chiste!

—Isabel, hago esto por tu bien —dijo él con esa voz suave que ya no contenía ternura, solo condescendencia—. Siempre fuiste una chica cerrada. No tienes amigas. Valentina fue la única que te acompañó desde pequeña. ¿Por qué no soltar el pasado y volver a ser amigas?

Hablaba como si de verdad lo creyera; como si fuera el guía de una secta. Ya no había rastro de aquel Diego dulce que me tomaba la mano bajo la lluvia. Ahora solo quedaba un Alfa que pensaba que sin él no tenía nada.

«¿En serio eso cree de mí? ¿Que sin Valentina, mi vida está vacía?»

Sentí que el vientre me latía de dolor y de rabia.

«El puñal en el corazón no habría dolido tanto como esto.»

—No espero que me perdones —dijo él—. Pero oraré cada noche a la Diosa de la Luna, suplicaré por ti, hasta que me aceptes otra vez como tu amigo.

—Lárgate.

Me sostuve con fuerza de la puerta del auto para no caerme de rodillas.

Diego me miró con una expresión que mezclaba lástima y desprecio.

—Eres cruel, Isabel. Eres venenosa. Y lo estoy pensando muy en serio… no sé si deberías ser mi Luna. No quiero que se rían de mí por tener una prometida con un corazón tan podrido. Si no te disculpas con Valentina, entonces que te duelan las piernas al bailar, que no tengas amigas, que no seas Luna… ¡todo eso te lo mereces!

«Diosa de la Luna, ojalá me hubieras dejado morir aquella noche, cuando Valentina me apuñaló. Al menos entonces Diego juraba que me protegería hasta su último aliento.»

El dolor fue demasiado y pronto me derrumbé, mientras la sangre comenzaba a brotar de entre mis piernas.

—Llévenme… al hospital…

Valentina se acercó, miró mi abdomen y arqueó una ceja.

—No está sangrando por eso. Es su periodo. Está con cólicos —dijo como si nada—. Dale un analgésico.

Diego corrió al auto a buscar medicina. Pero antes de volver, escuchamos un golpe seco.

—¡Ahhh! ¡Isabel, si no me perdonas, no me levantaré nunca más! ¡Diego… me duele el vientre…!

Valentina se había tirado al suelo. Teatral. Ridícula. Pero efectiva en su estrategia.

Diego corrió hacia ella, me empujó como si no existiera, y la alzó en brazos.

—Si le pasa algo a su estómago… ¡lo vas a pagar, Isabel!

—¡No me importa! Isabel solo me tiene a mí como amiga. ¡Hoy juro que me quedaré arrodillada hasta que me perdone, aunque me cueste la vida!

Cerró los ojos y fingió desmayarse. Un perfecto acto final.

Sin pensarlo, Diego la subió al auto, arrancó, y se marchó sin más, pasando el semáforo en rojo, sin mirar atrás, mientras yo me quedaba tirada en la acera.

El mundo, por fin, se quedó en silencio, casi inmóvil.

Salvo por la sangre… que seguía brotando de mí.

En la sala de urgencias, el médico me miró con ojos tristes.

—Perdiste al bebé, Isabel.

No grité, ni lloré, sino que me limité a decir:

—Gracias.

Me bajé de la camilla, mecánicamente, tomé el celular del interior de mi bolsa y marqué el número de Diego. Sin embargo, él, me rechazó la llamada.

Cuando una enfermera me llevó en silla de ruedas a la habitación, en la pantalla de mi teléfono vi un mensaje de Javier.

«Cinco días más y voy por ti, para llevarte a casa.»

Y fue ahí, en ese mensaje, donde todo terminó. Los diez años de amor, de espera, de dolor, de ilusiones…

Diego tenía razón en algo:

Nuestra historia ya había terminado. Y lo que me quedaba por vivir, lo viviría sin él.

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