Tenía las ojeras hinchadas como bolsas moradas.
La barba crecida, sucia, le cubría la mitad del rostro.
Vestía ropa arrugada, manchada, como un vagabundo que había perdido todo.
El Alfa arrogante de antaño… parecía ahora un lobo callejero.
Apenas lo reconocí.
Sin decir una palabra, giré sobre mis talones y comencé a bajar del escenario.
Pero Diego no lo permitió.
Le arrebató el micrófono al bailarín principal y, frente a miles de personas, gritó con desesperación:
—¡Isabel, te amo!
—¡Estaba envenenado con acónito, pero ya desperté!
—¡Dame una oportunidad de redimirme!
—¡Mil veces te lo digo: te amo, te amo, te amo!
Pero no hubo aplausos.
Ningún suspiro.
Solo silencio.
El bailarín se acercó a mí y, con voz baja, preguntó:
—¿Quién es ese?
—Un desconocido —respondí con frialdad.
Mi hermano y los guardias de seguridad subieron al escenario de inmediato.
Le quitaron el micrófono a la fuerza.
Pero él no se detuvo.
—¡Ya me deshice de Valentina y de ese maldito bebé!
—¡¿Ahora me crees que te a