La mañana nació con un frío que olía a cenizas: lo que había ardido en silencio empezaba a mostrarse. San Hilar se convirtió en un corredor de voces; los monjes afilaron sus bancos, Lero organizó turnos de guardia y Maeli puso la toga como quien se arma de claridad. La audiencia final fue anunciada: el Monasterio, la plaza, y luego la capital, si hacía falta. La manada sabía que las próximas semanas serían el nudo que definiría su mundo.
—Hoy no sólo iremos a juzgar hombres —dijo Kaeli en la antesala, con la voz como hierro templado—. Iremos a juzgar un sistema. Si la justicia se queda en papeles, la verdad seguirá siendo mercancía.
Daryan apretó la empuñadura del cuchillo al oírla.
—Tenemos testigos, rutas, moldes y confesiones —respondió—. Pero también tenemos enemigos que saben cómo mover la ley como una red.
Selin trazó con un dedo la lista de asistentes y murmuró:
—Hay dos tipos de gente que vendrá: los que creen que esto los limpia, y los que vendrán a destruir la prueba. Vigila