Kaeli y Daryan se quedaron junto al lago hasta que la luna se deslizó detrás del cerro y la bruma se hizo menos densa. El Santuario respiraba un silencio cargado; las voces que los rodeaban aún dormían, pero la ciudad estaba despierta con planes de amanecer. No hubo promesas grandiosas, sólo la certeza de que, al salir el sol, la verdad exigiría su precio.
El alba llegó con mensajeros. Tres jinetes, ropa oficial y los colores atenuados de la Corona, rompieron la calma y se plantaron en la plaza. Traían un estandarte pequeño, yeso en los bordes, y un nombre: los jueces venían. A su cabeza iba un juez de toga gris llamada Maeli, famosa por su independencia y por no temer la Corte; detrás, dos fiscales enviados a supervisar el proceso. Alric permaneció en pie junto a ellos, pero sus gestos eran ahora más contenidos, menos seguros.
—Traemos garantías —dijo Maeli, sin falsa cortesía—. La Corona no ignora lo que se expone aquí. Traed a Eramin y preparad la lista para declarar.
Kaeli asintió