La plaza olía a lluvia vieja y pan oscuro. Nadie llegó con estandartes; la gente fue llegando como quien acude a un entierro y a una fiesta al mismo tiempo: con pasos medidos, manos que guardaban promesas y miradas que examinaban al otro para saber si aún compartían historia. Kaeli apareció sin anuncio, con la capa doblada sobre el brazo y el barro aún pegado a las botas. No buscó pregonar autoridad: dejó que la vista de la piedra central hiciera el resto.
—Hoy no vengo a imponer —dijo en voz baja cuando la rueda de cuerpos se cerró—. Vengo a oír y a que nos escuchen. Que nadie hable detrás de puertas: que todo se diga aquí, a la luz.
Daryan tomó su mano solo un segundo, como quien presta soporte sin pretensión. A su lado, Hadran Almyr se erguía con las manos manchadas de tinta; Kethra cruzaba los brazos como si sujetara todas sus mareas; Lord Miron Volkov permanecía apartado, la barbilla apretada bajo la culpa. La escriba Aila dejó sobre la mesa la lista de nombres y Mirrelle despleg