La aurora llegó con un frío atravesado por la calma de quienes han ganado una batalla pero saben que la guerra continúa. La ciudad despertó con las calles aún marcadas por los ecos del Edicto; las banderas ondeaban con lentitud en los balcones y la gente hablaba en voz más baja, como si el aire hubiera adquirido el hábito de no olvidar. En la insignia de la manada, alguien había cosido una franja azul que brillaba al sol: era el recordatorio de lo que habían logrado y de lo que debían defender.
Kaeli salió al muelle antes del desayuno, con Flor de Luna envuelta en un chal y los párpados todavía marcados por noches cortas. Daryan llegó detrás, con la espada a la cintura y la mirada fija en los barcos que partían y llegaban. A su alrededor, la comitiva volvía a tejer alianzas: Vesta y Orin arreglaban términos sobre provisiones; Nerissa buscaba herbarios para los comadres del puerto; Eiren inspeccionaba las cuerdas de las naves.
—Siento que la ciudad respira de otra forma —dijo Kaeli, ta