Al despuntar el alba, la manada Volkov emergió del sendero forestal para descubrir ante sí un litoral interminable: la vasta extensión del Mar de Plata. El horizonte ondulaba bajo el reflejo de la luna aún alta, pintando la superficie del agua con hilos de luz líquida. Kaeli, ya de pie sobre la roca más alta junto a Daryan, sintió cómo la brisa salina jugueteaba en su pelaje níveo. Su vientre, redondeado por la promesa de Flor de Luna, palpitaba con ansias de aventuras marinas: allí nacería el canto que uniría los clanes del mundo entero. La manada, transformada en lobos, aulló con determinación, dispuesta a dejar sus huellas no solo en la tierra, sino sobre las propias olas plateadas.
Serenya se adelantó, sus patas hundiéndose apenas en la arena mojada. Con un salto, tocó las olas rasgándolas en pequeños remolinos, demostrando la armonía absoluta entre su forma lupina y el elemento acuático. Daryan, su melena todavía mecida por el escarchado viento montañoso, se lanzó tras ella, arra