La hoguera en el claro del Nabel era un faro de calor y sudor, cuyas llamas formaban sombras alargadas en el interior del círculo de raíces blancas. El cielo, cubierto por nubes densas, sellaba el campamento con su manto oscuro. Solo el parpadeo de las antorchas y el brillo plateado de las esporas que flotaban en el aire ofrecían una tregua al miedo. Bajo aquella bóveda sin luna, cada respiración era un desafío, un reto a no sucumbir al silencio que la sombra llamaba “paz eterna”.
Kaeli permaneció junto a Daryan, envuelta en la capa naval, con los ojos vidriosos de cansancio y tensión. Sus dedos se aferraban a la empuñadura del puñal que él mismo le había forjado hace lunas.
—No logro conciliar el sueño —susurró ella, inclinando la frente contra su hombro—. Siento un peso en cada latido, como si mi corazón fuera un crisol hirviente.
Daryan le rozó la mejilla con ternura.
—Mira el fuego —dijo—. Aunque arda sin tregua, nunca deja de bailar. Tú eres igual: volteas entre la duda y la