Despertar de madrugada, la tenue luz de la luna colándose entre las cortinas, los cuerpos entrelazados sobre las sábanas. Kaeli aún recostada contra el pecho firme de Daryan, su respiración acompasada al ritmo tranquilo de él. El aire era cálido, perfumado por la madera del caballete cercano y el tenue rastro de fuego en la chimenea. No era un momento de urgencia ni de pasión desbordada, sino de un íntimo recogimiento: las manos de Daryan explorando la curva suave de la nuca de Kaeli, los labios de ella rozando el hombro de él, con un murmullo apenas audible que solo el corazón podía descifrar.
Cada caricia tenía algo de promesa y de refugio: Kaeli descubría, en el calor del abrazo, que podía confiar su vulnerabilidad. Daryan, por su parte, se mostraba eternamente sorprendido de esa confianza, arqueando una ceja con ternura y sonriendo contra su piel. No necesitaban palabras. Hasta el susurro de sus nombres entre sí bastaba para sellar un pacto de cuidado mutuo. Cuando Kaeli cerró los