La noche se había vuelto más espesa que nunca. Las nubes cubrían el cielo como un sudario, y la luna, aunque presente, parecía temer mirar directamente a la tierra. En los pasillos de la mansión Volkov, los espejos encantados vibraban sin razón, y los lobos guardianes se negaban a cruzar ciertos umbrales.
Kaeli lo sentía.
No en la piel.
En el pecho.
Como si algo estuviera a punto de romperse.
*
En las cámaras subterráneas, Elara y Selene se encontraban frente al altar de obsidiana. El círculo estaba completo: sangre de cuervo, ceniza de luna, y un pergamino escrito con símbolos prohibidos que solo los descendientes de los clanes del este podían leer sin perder la cordura.
—Esta noche, lo sellamos —dijo Elara, con la voz cargada de poder—. Y cuando la luna se incline, Kaeli perderá lo que la hace única.
Selene sostenía la daga de plata negra. Su rostro estaba pálido, pero sus ojos brillaban con determinación.
—¿Estás segura de que funcionará?
Elara sonrió.
—No necesitamos que funcione