Capítulo 20. El fin del mundo conocido
Llegué a la mansión y la casa me devolvió el eco de mis pasos. El silencio me pareció una amenaza. Me había prometido que no volvería a meterme en los asuntos de Alejandro, que dejaría de escuchar a escondidas, que me concentraría en la vida sencilla que Damon me ofrecía.
Di vueltas por el jardín. Caminé de un lado a otro, contando las piedras del sendero, sin decidir si quería llorar o gritar. El viento movía las flores; las sombras jugaban a esconderse detrás de los macetones. El tiempo, por fin, se estiró sin juicio. Estar afuera, bajo el cielo que empezaba a pintarse de naranja, me dio una especie de paz.
Escuché el motor del auto de Alejandro en la entrada. Contuve la respiración. Lo vi cruzar el vestíbulo y, cuando nuestras miradas se encontraron a través del cristal, hice un gesto.
Él entendió. No dijo una palabra, pero su cabeza se ladeó sutilmente, indicando que saliéramos al jardín. Caminamos como si saliéramos a hablar del clima, como dos extraños que comparten una mansión