Mundo ficciónIniciar sesiónLa veo romperse y nacer en la misma noche. Pelo rojizo, lomo tenso, ojos encendidos. Loba. Hermosa y peligrosa. Y en medio de la calle.
—Mariel —digo bajo, sin avanzar—. Mírame.
Sus orejas giran hacia mí. Respira a tirones. Cada bocanada le incendia el pecho. Está a segundos de correr o atacar. O ambas.
—Tranquila. Respira por la nariz. Lento. Cuenta cuatro. —Levanto las manos, abiertas, sin amenaza—. Cuatro para inhalar, cuatro para soltar.
Obedece sin entender por qué. El aire le entra como un relámpago y sale como humo caliente. Su cuerpo deja de temblar un poco. Escucho una motocicleta. Un vecino cierra un portón. Demasiado riesgo.
—Ven a la sombra, loba —susurro, y retrocedo hacia la línea de árboles. No la toco. La guío.
Me sigue, pegada a la pared, agazapada. Un coche pasa y lo ve todo en blanco y negro. Si alguien la mira con atención, estamos perdidos.
—Abajo, despacio —marco el ritmo con la voz—. Columna baja. La cabeza erguida solo lo necesario.
El parque nos traga. La luna cae a cuchillo por entre las hojas. Le tiembla el flanco. Le tiembla el deseo. Lo huelo. Es dulce y feroz. Me sube por la garganta como un vino espeso. Me excita. Lo admito. Pero la noche no nos permite el lujo.
—Aquí —me arrodillo detrás de un seto alto—. Observa mis manos.
Cierro los puños. Abro. Cierro. Abro. Ella fija los ojos en mí. La respiración se empareja.
—Vas a sentir que el cuerpo te pide más velocidad, más ruido. No le hagas caso. Eres tú quien manda, no la luna.
Inclina la cabeza. Entiende.
—Bien —miro a la avenida—. Tenemos que movernos. No puedes quedarte así. No frente a humanos. Nunca.
Sus ojos verdes arden al oír «nunca». Hay orgullo en su mirada. Y hambre. Mi nombre no existe, pero mi olor ya vive dentro de ella. Y el de ella, dentro de mí.
—Sígueme —me enderezo.
Cruzamos por detrás de los edificios. Doy rodeos. Evito cámaras, patios iluminados, perros. Me conoce el camino. A mitad del trayecto, ella roza mi pierna con el costado. Un toque claro: podría saltarme. Podría abrirme el cuello con un gesto. También podría lamerme la muñeca. Es lo mismo esta noche. Instinto.
—Resiste —murmuro, firme—. No ahora.
Gruñe bajo. No es amenaza. Es protesta. Sonrío pese a todo.
Llegamos a mi camioneta negra, estacionada junto a un terreno baldío. Abro el maletero. Hay una manta gruesa, una vieja camisa, un pantalón suave. Señalo la caja cerrada que coloco como pantalla. Ella entiende la discreción. Se oculta detrás, jadeando. La luna la obliga a seguir siendo loba un minuto más. Dos. Tres.
—Piensa en tus manos —le digo—. Piensa en tus rodillas, en el peso de tus pies sobre el suelo. Trae el cuerpo de vuelta.
Cierra los ojos. El lomo vibra. Los huesos crujen. Suda. La luna tira, yo tiro más. Cuando el pelo se rinde y la piel reaparece, me doy la vuelta y miro al frente. No soy un santo, pero soy un hombre que sabe lo que es el pudor de una primera vez.
—Vístete con calma —mi voz raspa—. No hay prisa mientras no haya ojos merodendo.
Escucho la tela sobre su piel. Su respiración se vuelve humana, pero el olor sigue siendo loba: caliente, salvaje, irresistible. Cierro el maletero sin mirarla y rodeo para abrirle la puerta.
Sube. Se sienta. Las manos tiemblan. La miro por fin. Tiene el cabello pegado a la nuca, la camiseta húmeda, la boca entreabierta. Sus pupilas aún grandes. Mi cuerpo responde sin permiso.
—Cinturón —digo, porque si no digo eso diré otra cosa.
—No sé qué me pasa —susurra, clavándome la mirada.
—Yo sí —arranco—. Te está pasando lo que eres.
Conduzco sin música. El motor ruge grave. Mis manos sujetan el volante con fuerza para no extenderlas hacia su muslo. La luna cae en el parabrisas y le parte el rostro en luz y sombra. Vuelve a mirarme. Ella lo sabe, lo siente. Lo que no sabe es cuánto.
—No puedes transformarte frente a humanos —mi voz es seca—. Nunca. Nos delata. Los hace entrar en pánico. Y atrae a los que quieren cazarnos.
—¿Cazarnos? —se apoya en el asiento, alerta—. ¿Hay más como tú?
—Como nosotros —la corrijo—. Sí. Buenos. Malos. Perdidos. Y humanos con miedo. El miedo mata más rápido que los colmillos.
No aparta los ojos de mí. Su olor de excitación vuelve a estallar cuando paso una curva. Abre las rodillas un centímetro, para luego cerrarlas. Se muerde el labio. Sabe lo que hace. También sé que no está jugando. Su cuerpo habla por ella. El mío contesta.
—Resiste —repito por los dos.
—¿Y si no quiero? —Su voz baja, insolente y rota a la vez.
—Lo quieres —le sostengo la mirada—. Pero no es el momento. Si decidimos algo mañana, que no sea porque la luna nos hizo decir «sí».
Guarda silencio. Me odia un poco por frenarla. Me agradecerá mucho más luego. Eso también lo sé.
La carretera muerde el bosque. Apago las luces largas. Tomo el desvío de tierra que nadie ve si no lo busca. Mi casa espera entre pinos, madera oscura, una luz cálida en el porche. El aire aquí es limpio y hondo. Intenso. La luna mastica las copas y escupe plata.
—Baja —le abro la puerta.
Entra detrás de mí. Cierro. Cierro pestillos. Cierro el mundo. La chimenea tiene brasas; avivo el fuego con dos troncos. El crujido llena la sala. El calor nos lame los huesos.
—Siéntate —señalo el sillón grande de cuero. Ella no se sienta. Camina. Me huele. Recorre la sala con la vista y me mide como si fuese un territorio.
—¿Aquí vives solo? —pregunta, la voz golpeando cada palabra.
—Sí.
—¿Desde cuándo eres esto? —no pronuncia la palabra. No hace falta.
La mirada se me oscurece por un segundo. La luna me trae el campo de batalla, el grito de mi hermano, la mordida que no dolió hasta que lo hizo todo. Trago.
—Desde que morí y no me dejaron morir —respondo al fin—. Me transformaron cuando el mundo ya se apagaba.
—¿Quién?
—Uno de los nuestros —me giro hacia la repisa, tomo una botella de agua, se la ofrezco—. Me salvó y me maldijo al mismo tiempo.
Bebe, la garganta marcando un vaivén que me arruina la calma. Aprieto la mandíbula.
—No es una maldición —se atreve—. Me siento más viva.
—Se siente —asiento—. Y se paga.
—¿Con qué?
—Con todo. —Dejo la botella sobre la mesa—. Con secretos. Con control. Con no decirle al mundo lo que somos. Con enterrar a los que no lo controlaron a tiempo.
Se sienta por fin, pero no hunde la espalda. Está lista para la guerra o para mí. Lo mismo.
—¿Vas a decirme qué soy? —muerde—. Además de loba.
—No lo sé, Mariel —me apoyo en la mesa, al frente, cerca, pero no tanto—. Nunca había visto a una loba como tú. Peor aún, no te reconocí desde el principio.. Tu primera vez fue limpia. Pero sí puedo decir que eres una Pura sangre. Tu olor lo confirma. No es común.
—¿Pura sangre? Yo no… —se detiene—. Mis padres… —se toca el esternón—. No saben nada.
—Tus padres te quieren. —Miro la sombra que le queda en la mirada cuando dijo «mis padres»—. Son humanos. Te criaron como humana. Lo hicieron bien. Ahora tienes que elegir qué hacer con la mitad que te ocultaron.
—¿Y si no me la ocultaron? ¿Y si ni ellos lo sabían? —Sus ojos se enrojecen sin llanto—. ¿Y si yo soy el secreto de alguien más?
La luna se mete por la ventana y le baña las clavículas. Mi cuerpo vuelve a encenderse. Aclaro la voz.
—Puede ser —admito—. Hay manadas que esconden a los cachorros en familias humanas cuando peligran. Los buscan después. O los pierden. Pero tú no eres cualquiera, Mariel. Estoy seguro.
—¿Por qué lo dices como si me conocieras desde antes? —se incorpora, avanza un paso—. ¿Por qué me encontraste? ¿Por qué me oliste?
¿Cómo puedo decirle que desde cuando la vi en el banco todo mi instinto despertó, todo mi ser quiere reclamarla como mi Lazo Lunar?
—Porque tengo un don, Mariel. Huelo los sentimientos y las emociones de los demás, humanos, lobos, vampiros. De quien sea. Y tú me atrajiste, olí tu excitación por mí y eso me despertó.
Se queda quieta. Muy quieta. Y luego da otro paso. Ya está a un metro. Su olor sube, cálido, húmedo, peligroso. La veo mirarme la boca. Yo le miro el pulso en el cuello. Late rápido. También el mío.
—No vamos a hacerlo —digo sin aire.
—No te lo estaba pidiendo —responde, y la voz suena a todo menos a retirada.
Nos miramos en guerra. Su mano sube. Para en la mitad. No toca. El fuego chasquea.
—Ven —le digo—. Te enseñaré a bajar el ruido.
Me sigue al corredor. Abro una puerta. Piso de madera, estera en el centro, ventana al bosque. Huele a resina y a hojas. Me siento en el suelo. Le indico que se siente enfrente, rodillas casi tocándose. Las mías, casi. Las suyas, casi.
—Respira. Cuenta cuatro. Detén dos. Suelta seis. —Marco con mi pecho—. Vamos.
Lo hacemos juntos. Dos, tres, cinco veces. Su mirada se calma, pero no su deseo. El mío tampoco. No importa. El control es también deseo bien amarrado.
—Cuando quieras cambiar de nuevo —explico—, primero ordena el cuerpo. Piensa en el peso de los huesos. En la forma de tus manos. Si dejas que la luna decida, vendrá cuando no deba. Si decides tú, vendrás tú. ¿Entiendes?
—Sí —dice, y se me clava en los ojos—. Creo que sí.
—Otra cosa —miro sus dedos—. Las uñas. Antes de que salgan garras, mete las manos en el suelo. Ancla. El ancla te salva del salto.
Asiente. Mete las manos en la estera como si fuese tierra. Me mira. La boca se le abre un milímetro. Trago saliva.
—¿Quién eres? —pregunto al fin—. No el nombre del banco. No la fachada. ¿Quién te dijeron que eras? ¿Qué sabes de ti que no sepa nadie?
Se tarda en contestar. El bosque respira con nosotros. La luna nos pisa la espalda con su peso antiguo.
—Me llamo Mariel —dice, más bajo—. Quisiera poder decirte algo, Edrien, pero no es así. Mis padres son normales, ellos son todo lo que tengo. No sé qué me pasa ni por qué.
—No eres un accidente —respondo—. Eres algo más especial, Mariel. Puedo asegurarlo.
—¿Por qué lo sabes? —la pregunta corta como vidrio.
—Por que no eres como nada que haya visto. Y tengo mucho años, Mariel. La sorpresa en mi vida no existe, hasta que llegaste tú.
Me inclino. Mi rodilla roza la suya. El contacto nos sacude, pero me echo atrás.
—Esta noche, mi plan es que respires, que aprendas, que no mates por error, que no te maten por miedo, que duermas sin romper nada. Y que sepas que no estás sola.
Traga. No aparta la pierna. Pareciera que mi toque le da fuerza de alguna manera. Lo más extraño, que también lo siento yo.
—¿Y mañana? —susurra.
—Mañana sabremos si lo que nos tira es solo luna o es el mundo —le sostengo el pulso—. Y hablaremos del resto.
—¿Del resto?
—De quién eres, de cuál es tu verdadera historia.
La palabra le recorre la columna. Lo sé porque la espalda se le eriza.
—¿Quién soy en realidad? —repite.
—Sí, tenemos que descubrir quién eres, qué pasó contigo. Pero lo primero es que sepas controlarte. Eso lleva mucho entrenamiento.
—¿Y tú? —pregunta, cortando al centro—. ¿Tú te controlaste?
—Lamentablemente no. Esa será una historia para luego, pero de la que no estoy orgulloso. Me conocían como el capitán Kael, pero lo que hice al convertirme es innarrable. Ese es mi verdadero nombre. Kael.
—Lo siento —comenta suavemente.
—No te preocupes, Mariel. —Algo dentro de mí arde, cuando sus defensas bajan, quiero poseerla, aquí y ahora—. Quiero que vivas. Quiero que te controles. Quiero… —me muerdo la lengua, pero ya es tarde—. Quiero morderte y no hacerlo. Quiero elegirte sin luna.
Sus pupilas estallan. Exhala por la nariz, caliente. Mis manos arden por tomarle la cara. No lo hago. Ella tampoco.
—Nos vamos a portar bien —dice, con una sonrisa que no llega a serlo.
—Nos vamos a portar mejor que bien —respondo, y me duele.
Nos quedamos ahí, respirando idéntico. Cuando la tensión baja medio grado, me pongo de pie y le tiendo una manta.
—Duerme en la cama —le señalo la habitación contigua—. Yo me quedo aquí. Si la luna te llama, golpeas la pared. Te oiré.
—¿Y si te llamo yo? —levanta la barbilla.
—Te oiré más —respondo, seco, y se ríe con el pecho, sin sonido.
Se marcha un paso. Se detiene en la puerta. Vuelve la cabeza.
—Gracias —dice, sin adornos.
—Mañana —le prometo—. Hablamos de todo.
—De todo —repite.
Cierra. El bosque cruje. Me quedo con los puños cerrados hasta que la sangre deja de cantar tan alto. La luna me muerde el hombro. Yo le muerdo a ella la voluntad y la obligo a esperar.
No sé si mañana traerá nombres o enemigos. Sé que hoy la salvé de la calle, y un poco de mí también. Y sé, con un animal dentro que no calla, que no quiero perderla.
No por la luna. Por mí.







