4. El llamado interior

Mariel

Salgo del banco con el sol en la cara y la sonrisa a punto de escapárseme. El papel con los números tiembla entre mis dedos. Me fue bien. Mejor de lo que esperaba. Aunque, todo hubiese sido mejor si Edrien realmente hubiese estado.

Respiro hondo. Siento el olor a café que sale de una panadería cercana y, por un segundo, cierro los ojos para imaginarlo. Mi café-librería: mesas de madera, estanterías con lomo visto, lámparas colgantes y una tarima pequeña para lecturas y música. Talleres de escritura por la tarde. Tardes de jazz y versos. Un sitio para quedarse.

—Vamos, Mar —me digo—. Esto puede ser real.

El teléfono vibra. Es Robselányelis. Mi gran amiga.

—¿Dónde estás? —pregunta sin saludarme, como siempre.

—Saliendo del banco. Buena señal. Me dijeron que el proyecto es sólido si consigo el aval del local. Tengo que ver dos opciones más.

—Perfecto. Antes de que te metas en papeles, ven conmigo. Vamos a tomarnos un café, loquita. Media hora. Conversamos y luego te dejo en tu casa. Te lo prometo. Lástima que no puedo pasar todo el día contigo.

—¿Media hora contigo? Eso nunca existe —digo con burla—. Y te pasas. Traicionera, me dejarás sola precisamente hoy.

—Hoy sí —dice, riéndose—. Ándale, escritora. Te mereces celebrar.

Acepto. Robse está aquí en menos de 5 minutos. Conduce con música alta, me hace reír con sus historias absurdas, estira la media hora hasta convertirla en dos. Me suelta frente a mi casa a las cinco, triunfante.

—Anda, vamos —dice, dándome un beso sonoro en la mejilla—. Saludo a los tíos y me voy.

—¿Tan apurada?

—Pues sí, algo, loquita. 

Levanto una ceja. Algo en su voz suena cómplice, pero no insisto. Abro el portón y entro al porche. La puerta se abre antes de que pueda tocar.

—¡Hija! —mamá se me lanza encima, cálida, tibia, con ese perfume a lavanda que reconoce cualquiera a veinte metros. Adhara. Su nombre siempre me suena a canto.

—Mi niña —papá me aprieta después, fuerte, con esos brazos de hombre que aprendió a trabajar todo con las manos. Samuel. Mi roca.

Me río en medio de los dos, con la cara perdida entre hombros. Robse me da otro abrazote por detrás, dándome cosquillas en todas partes.

—¿Qué pasa? —pregunto, fingiendo ingenuidad.

—Nada —dice mamá, con ojos brillantes.

—Nada —repite papá, que no sabe mentir ni jugando.

Camino hacia la sala y me recibe un estallido de voces.

—¡Sorpresa!

Cierro los ojos y me tapo la boca con la mano. Están todos. Mis amigos, mis primos, los vecinos que me vieron crecer. Globos, una guirnalda ridícula con mi nombre, olores mezclados de pizza y tequeños, música en la bocina. Me dejo abrazar. Me dejo querer.

La tarde pasa con la cadencia justa. Contamos chistes viejos, hablamos del proyecto, me hacen prometer que pondré una pared para dejarlos rayar con frases. Mamá trae bandejas, papá enciende la parrilla en el patio. Yo anoto ideas en el celular cada tanto, con miedo de que se fuguen.

—Estoy orgulloso de ti —dice papá, con la voz que se le quiebra un poco cuando no quiere que se le note—. De verdad.

—Yo también —mamá me besa la frente—. Pase lo que pase, estamos contigo.

A las ocho, cantan cumpleaños aunque yo juré que no hacía falta. Soplo la vela, pido un deseo que no confieso. Mamá y papá se retiran al cuarto con la excusa de «descansar un rato». Se quedan los amigos en el patio, luces cálidas, una playlist que no exige nada. Me siento ligera. Requete bien.

A las nueve, bailamos descalzos sobre las baldosas. La brisa entra por el costado y mueve la cortina de la cocina. Levanto el vaso para brindar por tonterías que inventa Sofía.

Y entonces, todo mi cuerpo se eriza. Es instantáneo. Como si alguien hubiese rozado mi nuca con los dedos. Como si un cable invisible me jalara hacia una dirección precisa. Vuelvo la cabeza.

Lo veo. Está apoyado en la esquina, al otro lado de la reja. Alto, quieto. Jeans, camisa gris. Menos impecable que en el banco y, sin embargo, más peligroso. Los ojos verdes me encuentran con facilidad. La música se apaga para mí. Todo se ralentiza.

Mi corazón tropieza. Respiro. Una. Dos veces. El mundo vuelve a sonar. Dejo el vaso en cualquier sitio y avanzo hasta quedar frente a la reja.

—¿Qué haces aquí? —pregunto, con la voz más firme de la que dispongo.

Él me mira como si ya supiera la respuesta a todas mis preguntas.

—Pasaba por aquí —dice, como si fuera lo más normal del mundo estar parado frente a mi casa.

—Qué coincidencia tan conveniente —replico, incrédula.

No contesta. Apenas inclina la cabeza, mínimo, como si escuchara otra cosa que no escucho. Alguien detrás de mí se asoma.

—¿Y este quién es, Mariel? —Es César, de risa fácil y lengua suelta.

—Un conocido —digo, sin saber qué decir. No es mentira. Es demasiado verdad.

—Pues que pase —César abre el portón con la naturalidad de quien cree que todo invitado es bienvenido—. Estamos celebrando.

Él entra. Cruza el patio con esa calma que, en otro, sería arrogante. Aquí no. Aquí se siente como si el aire quisiera apartarse para dejarlo pasar. Sonrío por cortesía, anoto mentalmente la incomodidad y me excuso para ir a la cocina.

Necesito agua. Necesito distancia. Abro la nevera. Saco una botella. La condensación me moja la mano. Doy dos pasos hacia el fregadero. Me miro en la ventana: mejillas encendidas, ojos grandes. Me enojo conmigo misma por notarlo todo.

—¿Me vas a dejar con la duda? —su voz llega desde la puerta.

Me doy la vuelta. Está apoyado en el marco, sin invadir, pero ocupando todo. Bebo un trago antes de hablar.

—¿La duda de qué?

—De quién eres —da un paso, exacto, medido—. No el nombre que me dijiste en el banco. Quién. Eres. Lo único que sé es tu nombre y que, evidentemente, es tu cumpleaños.

—Ya te lo dije —cruzo los brazos, lo desafío—. Me llamo Mariel. Vivo aquí. Trabajo. Escribo. Respiro. ¿Te sirve o te hago una lista?

Sonríe apenas. Es peor que si se riera.

—No vine a pelear —dice, bajo.

—¿Entonces a qué viniste? ¿A mirarme desde la esquina? ¿A entrar a mi casa sin invitación? —se me escapa la risa—. ¿Eres un asesino en serie?

Él suelta una risa mínima, grave, como un roce.

—No. Al menos no ahora. Ni contigo.

—No es gracioso —respondo, con el vaso en la mano como si fuese un escudo.

—Tampoco para mí —su rostro se vuelve serio—. Nunca había sentido esto. No así.

—¿Qué «esto»? —mi voz me traiciona. Sale más baja de lo que pretendo.

Se acerca un paso más. El espacio se reduce. Lo huelo. No es perfume. Es él. Madera, humo lejano, algo que no sé nombrar.

—A ti —dice, sin rodeos—. Te olí.

Parpadeo.

—¿Qué me oliste? —pregunto incrédula. ¿Pero está loco?

—Lo que sentiste —no parpadea—. Lo que te hice sentir en el banco. Lo que te hago sentir aquí. Ahora.

Mi pecho se contrae. Quiero negar por reflejo, pero no puedo. Mi cuerpo lo recuerda. La tinta corriendo sobre la libreta. El calor bajo la piel.

—Eres raro —digo, y suena a defensa.

—Lo sé —admite, un segundo—. Y tú estás huyendo de la respuesta.

Mientras él da un paso hacia adelante, yo doy uno atrás. El talón choca con el borde de la alacena. Me detengo.

—¿Sabes qué? —su voz baja aún más, como si fuera solo para mí—. No te voy a dejar ir hasta saber quién eres.

La frase me atraviesa. Como una corriente. No sé si es deseo o rabia o miedo. Sé que estoy prendida. Que algo dentro de mí despierta y me sacude dentro como un animal que estira los músculos tras dormir.

—No puedes decir eso —respondo, con los dientes apretados—. No me conoces. Ni yo te conozco.

Él me mira como si llevara toda una vida haciéndolo.

—Ni tú misma sabes lo que eres —susurra.

Algo en mí se rompe. No por dolor. Por revelación. Por certeza.

—¿Qué acabas de decir?

—Lo que escuchaste —se detiene, atento a mí—. Tu olor cambia. Tu pulso. Tus ojos…

—¿Mis ojos qué? —el calor sube a mi cara, me toco el pómulo, como si eso sirviera de algo.

—Acaban de… —busca la palabra—. Encenderse.

Me ahoga el aire. Siento un pinchazo detrás de los ojos, un latido nuevo en las sienes. No es migraña. Es otra cosa. Me apoyo en el mármol. La cocina gira apenas. Escucho la música, a los amigos, las risas, todo muy lejos.

—No —digo, pero no sé a qué le digo no.

Él da un paso, las manos abiertas, como quien se acerca a un animal asustado.

—Mariel.

—No. —Lo esquivo. Corro.

Salgo de la cocina, paso por el patio. Robse me grita algo y levanto la mano sin mirar. Abro el portón y salgo a la calle. Corro una cuadra. Dos. Tres. La noche huele a tierra tibia, a gasolina, a mangos maduros en un árbol vecino. Mis pies golpean la acera como si fueran de otra.

El corazón se me sale por la boca. Mi respiración es un hilo que se espesa. El aire ya no alcanza.

Viro a la derecha, hacia la avenida menos transitada. El cielo se abre entre los edificios y la luna llena, redonda y perfecta, se trepa justo encima de mí.

La luz me golpea fuerte, como si me llamara. El latido en las sienes se convierte en tambor. Un chasquido interno recorre mi columna. Me arde la piel, pero no quema. Se estira. Mis manos hormiguean. Mis dedos quieren agarrar algo y no saben qué. Oigo un crujido. ¿Soy yo?

—Mariel —la voz de él llega desde atrás, más cercana de lo que pensé. No volteo.

Otro crujido. Mi cadera. Los huesos. Se acomodan. La palabra duele es inutil, porque no alcanza. No cabe. No es dolor sin más. Es cambio.

—No —jadeo. Apoyo las manos en las rodillas. Respiro. No basta.

El mundo se amplifica. Oigo una moto a cinco cuadras. Un perro rascando una puerta. Las risas de unos adolescentes. El roce de la suela de él sobre gravilla. El golpe de su corazón.

Mi camiseta se pega a la piel. Siento cada costura. Me pesa. La luna aprieta sobre mí como una mano enorme. Una ola de calor me sube por la espalda y estalla en la nuca.

Grito. Pero lo que sale de mi garganta no es un grito. Es un sonido que trepa al cielo y lo corta. ¿Un aullido?

Caigo a cuatro. Mis manos ya no son manos. Mis uñas ya no son uñas. Garras. Siento el asfalto bajo almohadillas que no conocía. El aire entra limpio. Huelo la humedad del parque cercano, el hierro de una baranda, la canela en una cocina lejana. El mundo tiene mil aristas nuevas. Y el fuego y el miedo crecen dentro de mí a la vez y en la misma proporción.

Toco el suelo con fuerza. Mi cuerpo es otro. Un temblor recorre el lomo. Pelo. Lo sé sin verlo. Pelo rojizo, denso. Soy.

Alzo la cabeza. La luna me llena los ojos. Veo mejor que nunca. Sombras definidas. Líneas nítidas. Colores que no son los mismos y, sin embargo, reconozco. Verde, más verdadero. Gris, más profundo.

Me muevo. El equilibrio me sale solo. El cuerpo me sonríe desde dentro, recién estrenado.

Siento a alguien a mi espalda. Me vuelvo. Él está a pocos pasos. Quieto. Los ojos muy abiertos. Ni miedo ni sorpresa vacía. Otra cosa. Asombro que duele. Algo del que sabe y, aun así, se queda sin palabras.

—¿Cómo…? —dice despacio, con una incredulidad que me atraviesa—. ¿Cómo es posible que no lo haya visto antes?

Da un paso, y su voz es un hilo. 

—Ella es… —traga—. Loba.

Lo miro. Sé que me mira. Quiero hablar y solo mi respiración dice lo que puedo. Y a la vez quiero esconderme. ¿Por qué me pasa esto? ¿Justo frente  a él?

Su rostro, desencajado, se enciende un segundo con la luz de un carro que pasa. Vuelve la oscuridad, pero ya no hay escondite. Ni para él ni para mí.

Mi cuerpo tiembla. No de miedo. De exceso. De vida. Soy loba. Y él lo acaba de ver.

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