3. Atentado

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El asistente se queda con el sobre en la mano, sintiéndose helado. Sabe que esa firma puede cambiarlo todo.

—¿Cómo le digo eso a mi jefe?

Al mismo tiempo, en la oficina privada de la empresa, el teléfono de Kristian suena. En la pantalla aparece un nombre que lo hace fruncir el ceño: mamá. Contesta con un suspiro pensando que solo quiere más dinero.

—¿Madre?

La voz de Yelena suena alterada, quebrada.

—Kristian… hijo, tienes que venir al hospital ahora mismo. Tu padre… tu padre sufrió un atentado —los sollozos y múltiples ruidos se escuchaban del otro lado.

Él se queda congelado en su silla, el corazón le golpea el pecho.

—¿Qué dices? ¿Cómo que un atentado? —cuestiona las palabras de su madre.

—Le dispararon, Kris. Está grave. No sé si resistirá. Necesitas venir ya tus hermanos están de camino —habla la mujer con urgencia.

—¿A quién le dispararon, madre? —pregunta Kris hundiendo el ceño, su cerebro tratando de comprender.

—¡A tu padre! Apresúrate, estamos en el hospital de la familia Lebedev.

—Voy enseguida, madre. Mantente tranquila, por favor. No salgas del hospital hasta que yo llegue.

Cuelga con la respiración acelerada. El mundo empresarial, los documentos en su escritorio, todo deja de importar. Solo existe la urgencia de llegar al hospital.

Cuando sale de su oficina Jack intenta decirle que su esposa vino a entregar los papeles del divorcio, pero no le da tiempo.

—Haz un despliegue de seguridad en el hospital de la familia —ordena sin dejar de caminar— llama al chofer.

Jack suelta todo lo que tenía en las manos y comienza a seguirlo, olvidándose de todo. Hasta del sobre que Elise le entregó minutos atrás.

Media hora después, cruza las puertas del hospital con pasos largos, tensos. El aire huele a desinfectante, el sonido de las camillas y las voces de enfermeras llenan los pasillos.

Y allí, frente a él, aparece una escena que lo desconcierta. Un grupo de doctores y enfermeras caminan con rapidez hacia un quirófano, rodeando a alguien que viste una bata blanca, con un moño elegante y ojos que ya no eran amables sino afilados como dagas. Sus ojos la reconocen al instante: Elise. Su esposa.

Kristian frunce el ceño, confundido.

“¿Qué hace ella allí, vestida como médico, en medio de un equipo de cirujanos?”

En tres años de matrimonio nunca se le ocurrió preguntarle qué hacía en su día a día. Siempre asumió que era una ama de casa como esas esposas ricas que no hacían nada, alguien que dependía de él, que solo salía de compras y al brunch con sus amigas. Jamás sospechó que llevara esa bata con naturalidad, como si hubiera nacido para ello.

—¡Elise! —la llama, alzando la voz de forma tan repentina que más de uno se giró hacia él para ver quien gritaba en un hospital.

Ella gira apenas la cabeza. Sus miradas se cruzan. Los ojos de ella, serios, fríos y determinados, chocan con los suyos cargados de sorpresa. Por un instante, él espera que se detenga, que le dé una explicación, que le diga qué demonios está pasando.

Pero Elise no se detiene, no hay tiempo para explicaciones. Se limita a sostenerle la mirada un segundo y luego vuelve a caminar, ignorando el llamado, perdiéndose tras las puertas del quirófano junto al resto de médicos.

Un enfermero se acerca a Kristian, apresurado.

—Señor Lebedev, su padre está en estado crítico. El equipo de cirugía ya se hace cargo, pero la situación es muy grave. Ya llegó la mejor cirujana de este hospital no sé preocupe, ella obra milagros —había admiración en su voz.

Kristian apenas asiente, pero su mente sigue atrapada en lo que acaba de ver. Elise. Su esposa. Con bata médica. Rodeada de colegas que le hablan con respeto, como si fuera alguien importante en ese hospital. Y él… él no sabe nada. No sabe quién es realmente la mujer con la que comparte cama.

Los pasillos del hospital están cargados de tensión. Médicos y enfermeras van de un lado a otro con rostros serios, y Elise se apresura a entrar en la sala de juntas donde los altos mandos la esperan. Apenas cruza la puerta, el director del hospital se pone de pie y la señala con un gesto firme.

—Doctora Vanderbilt, gracias por venir tan rápido. La familia del paciente está aquí, pero no podemos perder tiempo. El paciente debe ir a cirugía ya —explica con voz grave.

Elise asiente, aunque todavía no tiene todos los detalles ya le habían adelantado algo por teléfono. Se acerca al escritorio y toma el informe clínico que alguien le tiende. Abre la carpeta, lee con rapidez y, al llegar al nombre del paciente, su rostro cambia. Sus labios se entreabren y un murmullo escapa sin que pueda contenerlo.

—Conozco a la familia… —susurra, pensativa.

El director la observa por encima de los lentes.

—Entonces tienen suerte de tenerte hoy —opina la jefa de enfermería.

—Doctora Vanderbilt, sabrá que no podemos dudar. El proyectil quedó alojado muy cerca de la columna. Nadie más quiere arriesgarse. Si no lo operamos hoy, morirá.

Elise respira hondo, cerrando la carpeta. El peso de la responsabilidad recae sobre sus hombros como pocas veces antes. No es cualquier paciente: se trata de su suegro, el patriarca Lebedev. El padre de Kristian.

El tiempo apremia. Sin decir nada más, se dirige a la habitación donde el paciente espera. Dos guardias vigilan la puerta, y al abrirse el ambiente se llena de un silencio tenso. Dentro están Yelena, la madre de Kristian, algunos familiares y, en una esquina, el propio Kris.

Todos giran hacia la puerta al verla entrar. Elise lleva la bata blanca, el cabello recogido en su habitual moño y una expresión firme que contrasta con el desconcierto en los rostros de los demás. Solo Kristian permanece inmóvil, taciturno, su cabeza hecha un lío.

Yelena es la primera en reaccionar.

—¿Qué significa esto? ¿Qué haces aquí vestida así? ¿Por qué… por qué ella?

—Ella es nuestra mejor cirujana para esto —dice el director Gilbert.

—¡Ella no va a tocar a mi marido!

—Señora, cálmese

—Ella solo opera unas pocas veces por mes, tienen mucha suerte de que pueda operar —dijo un doctor casi como si Elise fuera una diosa descendida del cielo.

—¿Suerte? ¿Sabes con quién hablas? —cuestiona Gisela, texteando rápidamente a su hermana Monet. Kris estaba muy confundido, pero agradecía que los demás hermanos menores no estuvieran, solo estaba la tercera hermana.

Elise no responde de inmediato. Se acerca a la cama del paciente y observa las imágenes de los rayos X que se hicieron recientemente, el informe detallado y la débil respiración del anciano. Luego levanta la vista.

—Las metrallas están alojado peligrosamente en la columna. Es una cirugía compleja, pero no imposible. Si no lo hacemos ya, perderemos la mejor oportunidad para el paciente.

—¿Estás jugando aquí? —explota Monet, la hermana mayor de Kris— solo eres la esposa a inútil de Kristian.

—No puedes operar a alguien solo por aprenderte de memoria su condición clínica.

Nadie en la familia sabía que Elise era una de las mejores cirujanas en el país la gente hacía fila para que ella los atendiera le enviaban regalos exquisitos de la más alta calidad solo por una revisión. Para la familia Lebedev ella era un don nadie… una mantenida.

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