4. ¿Te parece que juego?

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—¿Te parece que juego? —responde con voz dura con el acero con una mirada afilada que hizo que Monet diera un paso atrás.

Los familiares se miran entre sí, incrédulos.

¿Ella? ¿La esposa callada, discreta, la joven que siempre parecía invisible en las reuniones respondía de esa manera?

Lo que ellos no sabían es que ella no era así de sumisa, porque ese era su papel, le gustaba su esposo y los trataba bien, pero si ya estaban a punto de divorciarse ¿para qué molestarse?

—¿Qué dijiste? —Pregunta Monet respirando entrecortadamente.

Yelena aprieta los labios, indignada.

—Esto es una locura. No confiaré en…

—Hazlo —Kristian interrumpe con voz seca y tranquila, sin alzar la mirada de su padre.

—¡Kristian! —gritan madre e hija al mismo tiempo.

—Los doctores no nos mentirían, si dicen que ella puede operar es porque puede.

—Esto es absurdo —resopla su hermanita, Monet no podía creer que su hermano dejara que esa mujer inútil entrara en el quirófano, que pusiera las manos en su padre.

Enseguida le acercan la autorización a Kris y él firma haciéndose responsable.

Elise lo observa por un segundo. No hay reproches en su mirada, solo un asentimiento mudo que dice más que cualquier palabra. Luego gira y sale de la habitación con paso decidido, seguida por el equipo médico.

Minutos después, las puertas del quirófano se cierran tras ella.

La cirugía se prolonga durante ocho horas que parecen eternas. Afuera, la familia espera con el alma en vilo.

—Si algo le pasa a papá va a desear estar muerta —amenaza Monet.

—¿Dónde están los demás? —pregunta Kris.

—De viaje, pero ya están de regreso —dijo su madre—. La enterraré con tu padre si falla —se queja Yelena devastada y angustiada.

—Por favor, señores —dijo un doctor que pasaba y escucha la conversación— la doctora Vanderbilt es la mejor cirujana que hay en el país.

Kris había oído hablar del doctor Vanderbilt, es solo que pensó que era hombre y no que fuera una mujer y mucho menos que fuera su esposa.

—Ella no jugaría con la vida de su suegro ¿verdad? —dijo Yelena preocupada.

—Cállense —ordena Kris con dolor de cabeza.

El tiempo se arrastra entre tazas de café frío, suspiros y oraciones en voz baja. Kristian no se mueve de su asiento, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas. Su expresión es la de alguien que se obliga a mantener la calma, pero por dentro se consume de la preocupación por su padre.

Finalmente, cuando la noche cae, las puertas se abren. Elise aparece, con el rostro cansado, mechones de cabello escapando del gorro y el sudor pegado a la frente. Se quita la mascarilla lentamente y camina hacia ellos.

—El paciente esta estable, lo pasaran a una habitación dentro de poco —dijo Elise con calma.

—La cirugía fue difícil —comienza, con voz firme la jefa de enfermeras a su lado—. Hubo momentos críticos, pero logramos estabilizarlo. El fragmento fue retirado con éxito. El señor Pavel Lebedev está en recuperación, bajo observación intensiva.

Un suspiro colectivo llena el pasillo. Yelena se cubre el rostro con ambas manos y rompe a llorar. Los demás se levantan, agradecidos, sorprendidos, incrédulos. Nadie dice nada más, porque las palabras se quedan cortas.

Elise, sin embargo, no se detiene a recibir elogios ni preguntas. Entrega el informe al equipo de enfermeras y médicos ya que ellos se encargan del progreso postoperatorio y gira en dirección a los vestuarios. Solo quiere cambiarse, quitarse los guantes, lavarse el sudor y volver a ser invisible.

Pero no llega tan lejos cuando escucha que la llaman.

—Elise.

La voz de Kristian resuena detrás de ella. Sus pasos son rápidos, decididos. Ella se detiene apenas un instante, sin girarse, y luego continúa caminando.

Él la alcanza en el pasillo, colocándose frente a ella haciendo que pare. Su mirada está llena de confusión, rabia contenida y, sobre todo, desconcierto.

—¿Qué necesitas? —cuestiona Elise a Kris.

Kristian se le queda viendo como si la viera por primera vez, ayer estaba cariñosa, atenta y hasta pasional y ahora está fría y su rostro sin emociones.

—¿Por qué nunca me dijiste que eras doctora? —pregunta con dureza, como si esa revelación lo golpeara más fuerte que el atentado contra su padre.

Elise lo mira fijamente, agotada pero serena.

—Porque nunca lo preguntaste. Solo firma los papeles del divorcio, Kris

—¿Qué papeles? —pregunta Kris— ¿de qué hablas?

La respuesta lo deja sin aliento. Su cerebro busca una réplica, pero no la encuentra. En tres años de matrimonio, jamás se interesó en la vida y gustos de su esposa, en lo que hacía más allá de las paredes de su casa. Siempre pensó que era simplemente la mujer que esperaba en silencio, la que mantenía el hogar ordenado, la que lo acompañaba en eventos familiares. Nunca imaginó que, detrás de esa fachada discreta, hubiera una profesional reconocida, una cirujana capaz de salvar vidas.

Elise aprieta los labios, da un paso hacia un lado y lo esquiva.

—Tengo que descansar, Kristian —dice, antes de perderse por el pasillo.

Kristian queda de pie, paralizado. Su corazón late con fuerza, no por la urgencia del atentado ni por el peso de los negocios familiares, sino por la certeza repentina de que no conoce a la mujer con la que comparte su vida. Tres años casados, y la realidad es que ella ha sido un enigma que nunca se molestó en descifrar.

El silencio del hospital lo envuelve, roto solo por el eco de los pasos de Elise alejándose.

Al llegar a casa Elise comienza a preparar su maleta, ya hizo la entrega de los papeles de divorcio nada la retiene aquí.

(…)

Elise observa su reflejo en el escaparate de una tienda mientras sostiene una blusa color crema entre las manos. Hace semanas que ha querido comprarse algo nuevo, pero siempre pospone el momento. Esta vez no tiene excusas. No se llevó casi nada cuando se mudó, y no piensa volver a usar ni una sola prenda que alguna vez proviniera de Kris o de la familia Lebedev.

Solo los abuelos de Kris la trataron con afecto genuino, como si de verdad hubiera sido parte de su familia. El resto apenas se dignó a conocerla, y cuando lo hacían, bastaba una mirada para dejarle claro que no era suficiente, que no encajaba.

Suspira y deja la blusa en el mostrador.

—Me la llevo —dice al vendedor, que asiente con una sonrisa mecánica.

Cuando sale de la tienda con las bolsas colgando de sus brazos, el aire fresco del centro comercial le golpea el rostro. A pesar del bullicio y las luces, se siente en paz. Le gusta ese tipo de normalidad.

—¿Elise? —una voz masculina la saca de sus pensamientos.

Ella se gira, algo desconcertada, y ve a un hombre alto, de cabello castaño rojizo y ojos azules. Su sonrisa es amplia, abierta, con ese tipo de encanto que parece natural. Por un instante no lo reconoce.

—¿Nos conocemos? —pregunta, intentando recordar.

El hombre ríe con suavidad.

—Soy el doctor Spencer River, de pediatría. Trabajamos juntos en el hospital hace unos meses.

Sus ojos se iluminan de inmediato.

—Claro, Spencer. Perdona, te juro que tenía tu rostro en la punta de la memoria. Ha sido una semana algo larga.

—No te preocupes, suele pasar. —él se encoge de hombros con naturalidad y la mira con interés—. No sabía que vivías por aquí.

—Me mudé hace poco, debe ser eso —responde, ajustando una de las bolsas que se le resbala del brazo—. Necesitaba aire nuevo.

Spencer asiente con comprensión.

—Eso suena saludable. A veces lo mejor es alejarse ¿quieres café? Hay una cafetería en el piso de abajo —habla Spencer con una sonrisa sincera.

Ella sonríe, y la conversación fluye con facilidad mientras caminan entre las vitrinas hacia el café, la conversación es agradable, el café es estupendo y la compañía se hizo amena.

Él le pregunta por su nuevo trabajo, por su especialidad, por cómo le va en el hospital. Elise se siente cómoda, algo que no le pasa a menudo.

—He estado en el área de pediatría a veces —dice ella—. Me gusta trabajar con los niños. Tienen una energía que te obliga a ser mejor.

—Coincido totalmente —responde Spencer, mirándola con genuino interés—. Aunque confieso que tú tenías una paciencia que muchos envidiaban. Recuerdo un día en el quirófano, con aquel pequeño que no quería entrar… tú fuiste la única que logró calmarlo.

Ella ríe bajito, casi avergonzada.

—A veces creo que me entienden más los niños que los adultos.

Spencer la observa un momento más, y luego comenta con suavidad:

—Te ves diferente, más tranquila. Me alegra verte así.

Elise le devuelve la sonrisa, pero no dice nada. No quiere hablar del pasado, ni de lo que la obligó a marcharse.

Están por llegar a la salida cuando una voz grave, firme, retumba entre el murmullo de la gente.

—¿Elise?

Ella se detiene en seco. Esa voz. Su corazón se acelera antes incluso de girarse. Y cuando lo hace, ahí está.

Kristian.

El aire parece detenerse.

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