ADRIANO
El avión descendió sobre el aeropuerto de Madrid con un rugido metálico que me sacó de mis pensamientos. No había dormido mucho en el trayecto; la mente no me dio tregua. Entre los planes que repasaba con Gael y la imagen de Dalia despidiéndome con lágrimas en los ojos, mis demonios no me dejaron cerrar los ojos por mas de 30 minutos. Cada vez que pensaba en ella, recordaba su voz susurrando “amor, no te vayas”. Y aún ahora, con los pies tocando suelo español, esa súplica seguía martillando dentro de mi pecho.
—Ya estamos aquí, Adriano —dijo Gael, ajustando la chaqueta de cuero y mirando con la misma atención a todos los que nos rodeaban. Su mirada era un espejo de la mía: alerta, sin concesiones.
Los hombres que viajaron con nosotros bajaron primero, revisando la pista. La brisa de la madrugada española era distinta, húmeda, con olor a gasolina y metal. Mientras descendía por la escalerilla, vi a dos figuras esperándonos junto a una camioneta negra. Una de ellas me recordó a