DALIA
El olor a harina recién abierta me envolvía como un abrazo. La cocina de la mansión siempre había sido mi refugio, pero esa mañana mi mente estaba a kilómetros de distancia, persiguiendo la sombra de Adriano en España. Me descubrí mirando sin ver, la cuchara de madera quieta en mis manos mientras la masa esperaba.
Alessandro, con las mangas arremangadas y el tatuaje serpenteando por su brazo, trabajaba la masa con una fuerza casi ritual. Sus manos hundían, giraban, golpeaban, como si en cada movimiento descargara lo que no podía decir en voz alta. Jacke lo miraba con orgullo, y en sus ojos se le notaba la ternura de una mujer que había conseguido doblegar al hombre que todos temían.
Yo, en cambio, sentía el corazón apretado. Mis bebés daban pequeñas patadas, como recordándome que no estaba sola. Aun así, la angustia no me dejaba. Mi Adriano estaba lejos, enfrentando a la mujer que más lo odiaba en el mundo. ¿Y si no regresaba?
—No mires así, prima —la voz grave de Alessandro me