JACKELINE SMITH
El aroma del café siempre me calmaba los nervios. O al menos, casi siempre. Ese día entré al local con la intención de beberme mi latte tranquila, sin toparme con idiotas en el camino, como el del día anterior. Sí, todavía lo tenía metido en la cabeza, aunque me doliera reconocerlo. Pero me juré que, si me lo volvía a cruzar, lo mandaría al demonio otra vez, sin titubeos.
—Un latte grande, por favor —pedí, mientras sacaba dinero del bolsillo.
La cajera sonrió y marcó en la máquina.
—Son cinco dólares.
Estaba justo sacando los billetes cuando una tarjeta negra se deslizó frente a mis ojos y el lector emitió un pitido de aprobación.
Fruncí el ceño y giré la cabeza.
Él.
Con la misma maldita sonrisa arrogante de ayer, mirándome como si hubiera planeado todo.
—Te debía un café, gata salvaje.
Bufé, cruzándome de brazos.
—Al fin tienes modales, idiota.
Tomé el vaso que la señorita me entregó. Le agradecí con una sonrisa genuina, aunque ella ni me miraba: estaba embelesada vie