JACKELINE
El primer día me dije que sería fácil ignorarlo.
Entré a la cafetería con mis auriculares puestos —música a todo volumen—, gafas de sol aunque estuviera nublado, y la determinación de no mirarlo. Igual él estaba ahí, apoyado en la barra como si la madera se hubiese construido para su espalda y sus tatuajes fueran parte del diseño del local. No me habló de inmediato. Solo levantó el mentón en un saludo mínimo, como si no quisiera asustar a un animalito nervioso. Yo, el animalito. Yo, la gata.
—¿Lo de siempre? —preguntó la barista, con esa sonrisa que se le encendía cuando él respiraba.
—Un latte grande, por favor —dije, y sentí a Josefo acercarse, sin invadir, a una distancia que me supo a prudencia aprendida.
—Hola, Catita —susurró, como si la palabra le gustara en la lengua—. Te debo otro café por lo de ayer… por lo de mi mala educación.
—Deudas saldadas —repuse, secamente.
No pude evitar verlo de reojo: la camiseta negra estirada sobre el pecho, el cuello con una sombra de