El eco de las palabras resonaba en la mente de Artemisa como un latigazo: "Es hora de que asumas tu papel como mi esposa". La frialdad en la voz de Ares era un presagio de la tormenta que se avecinaba, una tormenta que amenazaba con arrasar con lo poco que quedaba de su espíritu. Lo miró, desafiante por fuera, pero hecha pedazos por dentro. Cada célula de su ser gritaba en protesta, pero su boca permanecía sellada, un muro de silencio construido con la desesperación y la resignación.
Ares se acercó, su presencia imponente llenando la habitación. La luz de la luna se filtraba por la ventana, iluminando su rostro anguloso y sus ojos grises, que parecían dos témpanos de hielo. Extendió una mano hacia ella, no como un gesto de afecto, sino como una reclamación de propiedad. Artemisa sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal.
—Ven —ordenó Ares, su voz apenas un susurro.
Artemisa dudó, pero sabía que resistirse era inútil. Lentamente, colocó su mano en la de él. El contacto fue frío, d