Ares Ravich recibió el mensaje con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. "En una hora", leyó en el lacónico mensaje de Gaspar. La impaciencia, una emoción rara en él, lo había estado carcomiendo desde que Artemisa había aceptado casarse. No era amor, ni siquiera deseo en el sentido tradicional, lo que sentía. Era posesión, la necesidad de dominar y controlar, exacerbada por la belleza desafiante de Artemisa y su espíritu indomable.
Se levantó de su escritorio de caoba, donde los documentos de negocios esperaban su atención, y se dirigió al espejo. Su reflejo le devolvió la mirada de un hombre en la cúspide del poder: cabello negro peinado hacia atrás, mandíbula cincelada y ojos grises que parecían perforar la realidad. Ajustó su corbata de seda negra, un gesto mecánico, y salió de su despacho, dejando atrás el imperio que había construido con sangre, sudor y una determinación implacable.
Mientras caminaba por los pasillos de su mansión, cada paso resonaba con la autoridad que emanaba