El aire olía a tormenta, incluso antes de que ella llegara.
No era solo el cielo plomizo, cargado de nubes gruesas que se arremolinaban sobre las torres como buitres pacientes. Era algo más, una tensión que se filtraba por las grietas de la piedra, que se adhería a la piel como una humedad fría. Lo sentí desde que desperté, un presentimiento agrio en la base de la garganta, un eco de un pasado que creía haber dejado atrás entre los muros blancos y opresivos del internado.
Y entonces, la vi.
Fue en el patio principal, durante la formación matutina. Una carroza negra, demasiado ornamentada para los gustos severos de Kaelthorn, se detuvo frente a la gran puerta. El escudo del Internado de Omegas brillaba, dorado y arrogante, en sus costados. Mi corazón dio un vuelco seco y violento contra mis costillas. No hacía falta que bajara; ya sabía quién venía dentro.
La puerta se abrió y un tacón fino, de un blanco inmaculado, pisó la piedra gris. Luego, la figura esbelta, el vestido de seda