Nunca en mi vida había pisado un campo de entrenamiento. Las mujeres destinadas a ser esposas no tenían cabida allí, entre el sudor, la tierra y los rugidos de los guerreros. Por eso, cuando un guardia tocó mi puerta al amanecer con la orden de presentarme ante el Alfa, algo en mí se tensó. No era normal. No era apropiado.
El aire de la mañana estaba afilado como una hoja. Caminé entre la niebla que cubría los patios, con el corazón latiendo a destiempo. La fortaleza aún dormía, y sin embargo, el campo estaba encendido de una energía extraña, como si me esperara a mí sola.
Dante estaba allí, de pie, con una camisa oscura arremangada hasta los antebrazos. La luz fría del amanecer caía sobre su piel bronceada, marcando el contorno de sus músculos tensos. No había nadie más. Solo él. Solo su mirada.
—Llegas tarde. —Su voz cortó el silencio con esa calma peligrosa que siempre presagiaba tormenta.
—No recordaba haber aceptado una invitación —respondí, con un sarcasmo apenas contenid