La noche había caído sobre la fortaleza con un manto de sombras espesas, tan densas que parecían murmurar secretos antiguos entre las piedras. El silencio no era completo: los ecos lejanos de la guardia, el crujido de las lámparas parpadeando en los corredores y el murmullo lejano del viento golpeando los muros se mezclaban como una sinfonía que me recordaba, a cada paso, que estaba en territorio prohibido.
Mis manos temblaban, aunque no sabía si de miedo o de ansias. Había pasado días planeando aquel momento. Había observado, escuchado, contado las rondas de los soldados y memorizado los giros de los pasillos como si mi vida dependiera de ello. Quizá sí lo hacía. Porque una sola oportunidad era todo lo que tenía; si fallaba, sabía que Dante no me lo perdonaría jamás.
El pasadizo lo descubrí días atrás, apenas una grieta oculta tras un tapiz viejo en una de las galerías inferiores. Al mover la tela y apoyar el oído contra la pared, había sentido una corriente de aire frío, como un sus