Las flores eran blancas. Blancas como la mentira que llevaba tres años sosteniéndose sobre mis hombros, pesando más con cada día que pasaba, aplastando mi espíritu bajo su falso candor. Los arreglos decoraban la entrada del salón de fiestas con una perfección tan ensayada que dolía. Lirios inmaculados, rosas de un blanco nieve, orquídeas etéreas que se alzaban en jarrones de cristal pulido. Ni una hoja fuera de lugar. Ni un pétalo arrugado. Todo perfectamente diseñado… para esconder el hedor de la traición que impregnaba cada fibra de mi existencia.
Era nuestro “aniversario”. El tercero. Qué irónico. Tres años de una farsa meticulosamente construida, un castillo de naipes que amenazaba con derrumbarse al más mínimo soplo. Massimo y yo debíamos asistir como la pareja feliz que todos creían que éramos. Los “perfectos Mancini”, el epítome del éxito y la felicidad conyugal, con su hijita adorable y su historia romántica falsa que se había convertido en el cuento de hadas favorito de la al