Cuando llegamos a casa, la noche ya pesaba sobre mis hombros como una lápida, una mortaja de oscuridad y revelaciones dolorosas. El aire estaba espeso con la tensión no dicha, una electricidad palpable que zumbaba entre Massimo y yo, a pesar de su estudiada indiferencia.
Massimo fue el primero en bajar del coche. Su figura alta y esbelta se movió con la misma gracia controlada de siempre, un autómata programado para la perfección. Mantuvo la compostura en todo momento, como si nada hubiese pasado, como si no acabara de besar a mi hermana en un pasillo creyéndose oculto, como si sus labios no hubieran pronunciado la promesa de mi destrucción con tal de quedarse con Oliv. Su máscara era impenetrable, pero yo, por primera vez, veía las grietas en ella.
Yo caminé detrás de él, con la niña dormida en brazos, su pequeño cuerpo un santuario de inocencia en medio de mi tormenta. Oliv tenía una manito aferrada a mi cabello, un anclaje a la realidad, y la respiración pausada de los niños que aú