Vanessa
Al abrir los ojos, un escalofrío me recorrió la espalda. El miedo me paralizaba. Noté que mis manos y pies estaban firmemente atados, con cadenas que raspaba mi piel y me dejaba una sensación áspera y dolorosa. La habitación estaba débilmente iluminada por una bombilla que colgaba del techo, proyectando sombras inquietantes en las paredes. Frente a mí, varios hombres me observaban con sonrisas torcidas, como si mi angustia fuera motivo de diversión.
—¡Sáquenme de aquí! —grité alterada, mi voz quebrada por la desesperación.
¿Dorian, dónde carajos esta Que aún no me ha venido por mi?
Uno de ellos, con un arma colgando descuidadamente de la mano, dio un par de pasos hacia mí.
—No podemos sacarte si no es por orden —respondió con una mueca burlona—. Así que, por mucho que grites, te quedarás aquí. Mejor cállate... te ves más bonita calladita y dormidita.
Mi pecho se infló de rabia.
—¡Que me saques! —volví a gritar, apretando los dientes con fuerza.—¡Mi esposo los matará cuando me