Mi mano se posó en el cierre del pijama de oso, pero no se movió. El metal frío era una burla contra la fiebre que me consumía. El acto de obedecer, de ceder ante esa orden silenciosa de deseo, se sentía como una rendición total, la demolición del último muro de mi autocontrol.
Félix estaba en mi espalda, pero sentí su aliento caliente contra mi hombro, esperando. Luca estaba a mi lado, la sombra de su cuerpo proyectándose sobre mí. La tensión era un animal vivo y hambriento atrapado en esa cama.
—No tienes que hacerlo —susurró Luca, pero el brillo salvaje en sus ojos decía lo contrario—. Pero si no lo haces, ángel, juro que lo haré yo. Y te prometo que no seré tan paciente.
Su voz era una promesa de caos. Félix, detrás de mí, usó la única arma que siempre me desarmaba: la verdad.
—Tienes calor, preciosa. Tienes miedo. Y sabes que, si no lo haces ahora, esto será cien veces más difícil después. Deja de pelear con tu propio cuerpo.
Mi cuerpo. Un traidor. Estaba temblando, sí, pero no p