El despertar llegó con una ola de sensaciones extrañas. Calor sofocante. Peso ineludible. Y un aire caliente que me acariciaba la nuca, acompañado por el agarre firme de un brazo alrededor de mi cintura.
Abrí un ojo con lentitud, solo para confirmar la realidad con la que había luchado toda la madrugada. Félix Romanotti estaba literalmente pegado a mi espalda. Me abrazaba como si yo fuera un objeto irremplazable que se negaba a soltar.
Su pecho musculoso y firme se movía al ritmo de mi propia respiración, y su mano, grande y poderosa, descansaba sobre mi abdomen, ejerciendo una leve presión que me mantenía cerca. Era una posición de intimidad absoluta, inconsciente y peligrosamente dulce.
Intenté moverme un centímetro, solo deslizarme para ganar un poco de espacio, pero fue en vano. El brazo se cerró un poco más, como un cinturón de seguridad con detector de movimiento incorporado. Suspiré bajito, el sonido se ahogó en la franela de mi pijama de oso.
Fue entonces cuando escuché una voz