La mansión se sumió en un silencio espectral mientras subíamos las grandes escaleras. No era la paz de la noche, sino esa quietud tensa y anormal que solo se instala después de un terremoto. El aire seguía oliendo a adrenalina y a la promesa de un desastre inminente.
Yo caminaba en medio de los dos, sintiendo sus presencias como dos poderosos imanes: opuestos en su esencia, pero con una fuerza de atracción imposible de ignorar. Cada uno de mis costados era un mapa de peligro. Félix, a mi derecha, era una pared de control helado; Luca, a mi izquierda, una fuente de calor caótico y latente.
El largo pasillo estaba iluminado solo por las luces tenues. El eco de nuestros pasos sobre el mármol se convirtió en un susurro sincronizado.
Félix abrió la puerta de mi habitación sin hacer ruido. Su rostro, tallado en una calma pétrea, no dejaba espacio para el debate. Me hizo un gesto para que espere afuera mientras él entraba a revisar que estuviera todo en orden. Minutos después, salió con expr