El vestíbulo del Palacio Eirenthal estaba preparado para una velada que pretendía ser de elegancia inquebrantable, a pesar de la ausencia oficial de la Reina Madre. La noticia corría con delicada discreción: problemas de salud, aseguraban, pero la sombra de un poder en retirada flotaba en el aire, invisible pero palpable.
Anya ajustó el vestido que le habían facilitado para la ocasión, una pieza sobria pero con un corte impecable que balanceaba autoridad y discreción. No era solo una invitada más; esa noche entraba en un tablero de juegos mucho más complejo que el mero protocolo.
El aire estaba cargado de aromas refinados —jardines de flores exóticas mezclados con el sutil perfume del incienso— y la luz de los candelabros reflejaba destellos dorados sobre las paredes revestidas en terciopelo carmesí.
Su tarea era clara: conocer a las candidatas preseleccionadas para la mano del príncipe Elian, observarlas sin llamar la atención, entender la dinámica oculta detrás de sus sonrisas estudiadas y las palabras medidas.
Primero apareció Sybelle, la primera de la lista, una joven cuya perfección parecía sacada de un molde imposible. Su piel era pálida, casi porcelana, sus gestos medidos y estudiados para transmitir serenidad y control. Su sonrisa, aunque hermosa, tenía el brillo artificial de quien ha ensayado durante años el papel que debe representar. Se movía con la precisión de una bailarina y respondía a cada saludo con una cortesía tan pulida que Anya la calificó mentalmente como una actriz consumada en un escenario demasiado grande para ella.
Sybelle dirigió su atención a Anya con una mirada que parecía evaluar, como si le preguntara de inmediato si esta “consultora” tenía alguna capacidad real para alterar el destino del príncipe o si solo era otra pieza que el palacio estaba dispuesto a mover a conveniencia.
Anya, sin embargo, mantuvo su máscara de neutralidad. La perfección de Sybelle era un muro, pero uno que se podía estudiar para encontrar grietas.
Luego llegó Isolde, y fue imposible no notarla. De figura esbelta y porte majestuoso, parecía adueñarse de todo el espacio y la atención con la naturalidad de quien sabe que es el centro del universo. Su risa era franca y su mirada directa, imponente incluso cuando se dirigía a las sirvientas o a la nobleza menos favorecida en la sala. Era la candidata diseñada para brillar, para ser la imagen pública del futuro, y su aura irradiaba seguridad y ambición. Anya la miró con una mezcla de respeto y una inquietud sutil: Isolde no era solo una mujer; era un símbolo, una bandera alzada con intenciones claras.
Después, apareció Marzanna, cuyo nombre ya llevaba un dejo de misterio. De cabello oscuro y mirada desafiante, parecía menos interesada en complacer que en imponerse. Ignoraba algunas normas de etiqueta con una insolencia apenas disimulada, sus respuestas eran cortas y su actitud desafiante. Marzanna representaba el contrapeso necesario en cualquier juego político, la fuerza inesperada que desestabilizaba las certezas y sacudía las jerarquías. Anya sintió que, bajo esa fachada rebelde, había mucho más de lo que se veía.
Finalmente, estaba Thalia, casi invisible en el tumulto, con su porte discreto y una sonrisa tímida. Pasaba desapercibida para casi todos, y eso era precisamente lo que la convertía en una incógnita inquietante para Anya. Su mirada, sin embargo, no escapaba al escrutinio; había una calidez y una vulnerabilidad que despertaban en Anya una empatía inesperada, una conexión silenciosa entre dos mujeres que parecían cargar con secretos que nadie más podía sospechar.
Mientras Anya observaba con detenimiento, fue abordada por Leonor, la asesora de protocolo del palacio, una mujer cuya experiencia y sagacidad se reflejaban en cada gesto y palabra.
—No te dejes engañar por las apariencias, Anya —dijo Leonor con voz baja, casi un susurro—. No estamos rodeadas de nobles. Estamos rodeadas de estrategas.
Anya asintió, entendiendo que más allá de la fachada de glamour y educación, cada una de esas mujeres era una pieza clave en un ajedrez vivo, donde los movimientos podían decidir el destino de reinos.
—Y, ¿cuál es el movimiento que más temes? —preguntó Anya, acercándose un poco para que su voz no fuera escuchada.
Leonor la miró con gravedad.
—El que viene de dentro. De las alianzas ocultas, de los pactos sellados en sombras. De aquellos que no juegan limpio.
Esa conversación dejó a Anya con la inquietud de que la verdadera batalla no era solo por la mano del príncipe, sino por el poder que él representaba.
Mientras la velada avanzaba, Anya se percató de algo que pasó desapercibido para la mayoría: uno de los guardaespaldas que acompañaba a Marzanna no aparecía en los registros oficiales del palacio. Su uniforme, aunque impecable, no coincidía con ningún nombre en las listas autorizadas.
La revelación, pequeña pero significativa, se alojó en la mente de Anya como una alarma silenciosa. ¿Quién era ese hombre? ¿Y qué clase de juego se estaba jugando a puertas cerradas?
En ese instante, comprendió que su trabajo iba a ir mucho más allá de catalogar candidatas o analizar perfiles: estaba entrando en un terreno donde cada gesto, cada sombra, tenía un significado oculto.
Cuando la fiesta comenzó a desvanecerse y los invitados se retiraron, Anya permaneció un momento en el gran salón, observando las columnas que sostenían el peso de siglos de historia.
El juego de las máscaras no era solo un evento social; era la representación más cruda y sofisticada del poder. Y ella, una consultora sin linaje real, estaba justo en medio, con la piel de acero y el alma al filo de la verdad.
Porque en ese mundo, la sangre azul no era solo un privilegio: era una carga que deformaba todo lo que tocaba.