El eco de sus pasos resonaba con una cadencia medida al atravesar los corredores de mármol y terciopelo del Palacio Eirenthal. La residencia dentro del ala diplomática que le había asignado el palacio parecía un contenedor en sí mismo: sobrio, impersonal, pero cargado de una solemnidad asfixiante. Anya entró, cerró la puerta detrás de ella con un clic seco, y por primera vez desde que había llegado, pudo permitirse un instante para observar.
Las paredes, pintadas en un gris perla que parecía robar la calidez de la luz, estaban adornadas con pocos cuadros, todos ellos retratos con mirada inquisitiva y ropajes de época. En un rincón, una pequeña mesa sostenía una bandeja con utensilios para preparar café, a la que no le faltaba detalle pero que tampoco invitaba a la comodidad.
Anya se dejó caer en el sofá de cuero, inhaló profundamente, y cerró los ojos. No estaba en una oficina cualquiera, ni en una casa de ciudad con la seguridad de su independencia; estaba en el corazón de un castillo de cristal y acero donde cada movimiento estaba vigilado, analizado, y probablemente calculado para un propósito que ella todavía no alcanzaba a comprender.
En su mente, las frases del contrato resonaban como una sentencia. “Confidencialidad. Autonomía limitada. Responsabilidad sin precedentes.” Pero lo que más le inquietaba no era el contrato sino el hombre que lo había propuesto: El príncipe Elian.
Su mirada, fría como el invierno en las tierras altas, seguía grabada en su memoria. Y esa advertencia que ahora le hacía eco en la garganta: “No confíes en ninguna. Y mucho menos en mí.”
La mañana siguiente la despertó un sol pálido que se colaba tímido entre las cortinas opacas. No necesitaba alarma: la tensión contenida durante el día anterior le había dado un insomnio ocupado en estrategias, anticipaciones y una mezcla ambivalente de desafío y precaución.
El comedor reservado para ella en el ala diplomática estaba casi vacío cuando llegó a las ocho en punto. Una mesa larga y austera esperaba, con dos puestos reservados. Sobre la mesa, un arreglo de frutas frescas, panes recién horneados y una tetera humeante.
Poco después apareció Elian, vestido con una chaqueta entallada de corte impecable, pero sin la pomposidad habitual de la realeza. Su expresión era una máscara cuidadosamente diseñada, de esas que esconden más de lo que muestran, y sus ojos negros se posaron en Anya con un interés que era a la vez interrogatorio y evaluación.
—Señorita Ríos —saludó con un ligero asentimiento—. Espero que la residencia sea de su agrado.
Anya respondió con un asentimiento firme y se sentó, poniendo delante suyo una libreta donde ya había comenzado a anotar detalles del día anterior.
—Suficiente para comenzar —dijo ella—. La impresión inicial es que este lugar tiene más secretos que visitantes.
Elian esbozó una sonrisa apenas perceptible.
—La discreción es la primera lección que aprenden quienes habitan aquí.
Ambos se sirvieron té en un silencio que fue poco a poco llenándose con preguntas veladas.
—¿Cuánto tiempo cree que podrá mantener esa autonomía que exigió en el contrato? —preguntó Elian, con un tono tan casual que casi parecía un comentario trivial.
Anya alzó una ceja, sosteniendo su taza con firmeza.
—El tiempo necesario para que la verdad se imponga, no la conveniencia. La autonomía, para mí, no es una concesión; es una condición sine qua non.
—Ambiciosa —replicó Elian—. En un mundo donde la sangre define el poder, el idealismo es peligroso.
Ella lo miró con una mezcla de desafío y respeto.
—No vine aquí a ser otra pieza de la corte. Vine a hacer que el juego cambie.
Por un instante, la tensión entre ambos fue tan densa que parecían medir sus fuerzas no con palabras sino con miradas.
Elian rompió el silencio al deslizar un grueso dossier sobre la mesa.
—Esto es lo que tenemos por ahora —dijo—. Cuatro candidatas preseleccionadas. No son meros nombres, sino símbolos de alianzas, de historias y de esperanzas políticas. Tómeselo como un ajedrez con piezas vivientes.
Anya abrió la carpeta con la profesionalidad que la caracterizaba, examinando cada perfil, cada fotografía cuidadosamente presentada, cada expediente detallado.
—Dígame —dijo, sin levantar la vista—, ¿quién elige a estas mujeres?
—Mi familia —contestó Elian—. Y por extensión, la corona.
—¿Y usted?
Elian volvió a mirarla con intensidad.
—Yo no elijo. Pero observo.
—Entonces no me queda otra que confiar en que su observación será útil —dijo Anya, sabiendo que esa frase estaba lejos de ser una promesa y más cerca de un desafío.
Elian se levantó y dio unos pasos hacia la ventana, sus manos entrelazadas tras la espalda.
—Recuerde —advirtió en voz baja, pero firme—: No confíe en ninguna. Y mucho menos en mí.
La atmósfera quedó impregnada por esa advertencia, como una sombra que se posaba sobre cada uno de sus movimientos.
Esa tarde, después de horas de análisis y anotaciones, Anya se retiró a su habitación con la sensación de estar siempre vigilada. No era solo el palacio, ni las cámaras ocultas o las miradas furtivas. Era algo más profundo, una tensión invisible que se colaba en su piel y le recordaba que estaba jugando con fuego en un terreno minado.
Antes de acostarse, notó un pequeño sobre deslizado bajo la puerta. Su instinto la alertó. Lo tomó sin hacer ruido, iluminó el papel con la luz de su lámpara y leyó:
“Todo lo que empieza con mentiras termina en fuego.”
La frase quemó en su mente como una amenaza velada. No sabía quién se la había enviado, ni por qué, pero comprendió de inmediato que el verdadero desafío apenas comenzaba.
Y que el precio de su compromiso podía ser más alto de lo que jamás había imaginado.