La oficina de Anya Ríos olía a menta y papel nuevo, una mezcla cultivada para infundir confianza en sus clientes sin parecer afectada. Las paredes estaban forradas con estanterías bajas repletas de libros sobre psicología, comportamiento social y biografías de personajes históricos que habían casado por poder y sobrevivido para contarlo. En el centro, un escritorio de líneas limpias sostenía un ordenador portátil, una libreta de cuero con iniciales doradas y un reloj de arena que Anya usaba más por efecto que por medida.
Frente a ella, un hombre de mediana edad removía incómodo el nudo de su corbata, con el gesto de quien acaba de recibir una mala noticia que ya intuía desde hacía tiempo.
—No está buscando pareja, señor Vargas —dijo Anya, sin sombra de juicio en su voz—. Está buscando a una mujer que tolere su silencio y lo celebre como virtud. Eso no es amor. Es estrategia de supervivencia.
El hombre abrió la boca, pero no encontró nada que decir.
—Le recomiendo que se tome un año sabático emocional. Y si aún desea trabajar conmigo después, será bienvenida su consulta.
El silencio se alargó. Vargas se levantó, recogió su chaqueta y salió sin despedirse.
Anya suspiró en cuanto la puerta se cerró. Solo entonces permitió que la tensión se disolviera un poco en sus hombros. No era fácil ser implacable con clientes influyentes, pero su reputación se había forjado, precisamente, en esa línea que separaba la diplomacia de la honestidad brutal.
Se levantó para servirse un café cuando notó el sobre. No había escuchado la puerta. Nadie había llamado. Un sobre blanco, sin membrete, reposaba ahora sobre su escritorio, junto al reloj de arena. Lo abrió con cautela.
Dentro, una sola tarjeta, gruesa como una invitación de gala. En letras grabadas en seco, leía:
Palacio de Eirenthal solicita su presencia. Asunto confidencial. Vehículo asignado la recogerá a las 15:00 horas. Su tiempo es requerido, no solicitado.
Nada más. Ningún contacto. Ninguna explicación.
El reloj de arena marcaba aún tres minutos de arena en su descenso.
Anya no era supersticiosa, pero supo —en ese instante— que su vida acababa de desviarse de curso. Y no había mapa para lo que venía.
El vehículo asignado era negro, sobrio, sin placas visibles. Conductor de guantes grises. Ni una palabra durante el trayecto.
Cuando el automóvil cruzó las rejas del Palacio de Eirenthal, Anya entendió que toda su preparación profesional —sus años de estudio, su firma consolidada, sus seminarios con elites políticas y empresariales— no la habían preparado para esto.
El palacio no era solo hermoso. Era imponente. Cada rincón parecía diseñado para intimidar, desde las columnas de mármol hasta los techos con frescos mitológicos que relataban gestas de reyes que nadie recordaba pero todos reverenciaban. A lo lejos, un ala estaba parcialmente oculta bajo lonas blancas. Restauraciones, supuso.
Un mayordomo la condujo a través de pasillos laberínticos, sin explicaciones ni indicaciones sobre a dónde se dirigían. Anya notó las cámaras ocultas, los micrófonos camuflados en molduras, los ecos cuidadosamente gestionados por la arquitectura para amplificar pasos y palabras. Todo estaba diseñado para observar sin ser visto. Para recordar quién tenía el control.
Finalmente, cruzaron un umbral tallado con emblemas heráldicos. Al otro lado, un salón de proporciones más contenidas, aunque no menos intimidante. Allí la esperaban tres personas.
Una mujer de cabello blanco impecable, ojos como cuchillas de hielo. Un hombre en uniforme militar, tal vez de seguridad interna. Y un tercero, con la postura de quien no está acostumbrado a esperar.
El príncipe.
Anya lo reconoció de inmediato, aunque las fotografías públicas no le hacían justicia. Elian no tenía el aire decorativo de otros aristócratas. Había en él algo contenido, feroz en su control. Como una bestia enjaulada con conciencia de su papel.
—Señorita Ríos —dijo la mujer de cabello blanco, con una sonrisa tan medida como sus palabras—. Le agradecemos su puntualidad.
Anya saludó con una leve inclinación.
—Mi tiempo ha sido requerido. Sería descortés llegar tarde.
Elian alzó apenas una ceja. Primer punto, pensó ella.
—Le hemos solicitado —comenzó la mujer— porque necesitamos sus servicios en un asunto que exige total discreción y competencia.
Anya mantuvo la mirada firme. No preguntó. Esperó.
—El príncipe heredero requiere iniciar un proceso de vinculación con posibles candidatas para matrimonio —añadió el hombre del uniforme—. Políticamente conveniente. Emocionalmente viable. Usted es conocida por lograr lo primero sin sacrificar lo segundo.
Silencio. Elian no hablaba aún.
—¿Desean que analice perfiles? ¿O que participe activamente en la selección? —preguntó Anya.
—Ambas cosas —respondió la mujer—. Y más.
La mirada del príncipe se alzó, finalmente, y la sostuvo.
—Mi familia cree que necesito una esposa —dijo, como si hablara de una prenda o una prótesis—. Usted ha sido contratada para encontrarla.
Anya asintió, pero su voz fue más cortante de lo esperado.
—¿Y usted qué cree?
—Que este proceso será una farsa —respondió Elian—. Y que las farsas bien ejecutadas requieren guionistas inteligentes.
La tensión entre ambos era palpable, y la mujer de cabello blanco pareció estar a punto de intervenir, pero Anya habló primero.
—Aceptaré el encargo bajo tres condiciones. Primera: autonomía total en el análisis de las candidatas. Segunda: acceso sin restricciones a los antecedentes sociales y conductuales de cada aspirante. Tercera: derecho a concluir el proceso si detecto falsificación, manipulación o conflicto ético irreconciliable.
Elian se levantó.
—No es usted quien pone condiciones en esta corte.
—No lo hago como ciudadana. Lo hago como experta. Ustedes pueden encontrar otra profesional dispuesta a decir lo que desean oír. Yo no soy esa persona.
La mujer contuvo una sonrisa. El hombre del uniforme pareció contener algo distinto: molestia, tal vez.
Elian caminó hacia la ventana.
—Aceptado.
Anya sintió una punzada de vértigo. Como si el suelo, por un instante, hubiese desaparecido bajo sus pies.
—Entonces tenemos un contrato —dijo, volviéndose hacia la mujer de blanco.
—En efecto. Pasaremos a la formalización.
—
La sala de protocolo era más pequeña. Más fría.
Un secretario de ceño sombrío presentó el contrato en una carpeta forrada en terciopelo gris. Las cláusulas eran claras. Todo lo hablado estaba allí. Pero había algo más.
Una última página, sin membrete oficial, donde se enumeraban obligaciones de confidencialidad firmadas por “órdenes superiores”.
—¿Qué jurisdicción tiene esta cláusula? —preguntó Anya.
—Ninguna que esté sujeta a revisión legal —respondió el secretario.
Ella firmó.
Fue entonces cuando lo notó.
Bajo la carpeta, algo sobresalía apenas. Una hoja doblada, sin membrete, sin numeración. Nadie más pareció haberla visto. Deslizó los dedos con disimulo y la tomó antes de cerrar la carpeta.
Ya en el pasillo, sola por primera vez en horas, Anya abrió el papel.
Solo una frase, escrita a mano:
“No confíes en los muros que te protegen. Escuchan. Y recuerdan.”
El papel tembló ligeramente entre sus dedos.
No por miedo. Aún no.
Sino por la certeza —silenciosa y sólida— de que acababa de entrar en un mundo que no toleraba errores, ni debilidades, ni verdades mal dichas.
Y ella había firmado su nombre en la primera página de ese laberinto.