El eco de sus pasos resonaba con una cadencia medida al atravesar los corredores de mármol y terciopelo del Palacio Eirenthal. La residencia dentro del ala diplomática que le había asignado el palacio parecía un contenedor en sí mismo: sobrio, impersonal, pero cargado de una solemnidad asfixiante. Anya entró, cerró la puerta detrás de ella con un clic seco, y por primera vez desde que había llegado, pudo permitirse un instante para observar.Las paredes, pintadas en un gris perla que parecía robar la calidez de la luz, estaban adornadas con pocos cuadros, todos ellos retratos con mirada inquisitiva y ropajes de época. En un rincón, una pequeña mesa sostenía una bandeja con utensilios para preparar café, a la que no le faltaba detalle pero que tampoco invitaba a la comodidad.Anya se dejó caer en el sofá de cuero, inhaló profundamente, y cerró los ojos. No estaba en una oficina cualquiera, ni en una casa de ciudad con la seguridad de su independencia; estaba en el corazón de un castill
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