El día había comenzado con la formalidad que caracteriza a cualquier amanecer en el Palacio Eirenthal, pero para Anya la solemnidad de la mañana no era más que una máscara que ocultaba un laberinto de secretos. Mientras el sol despuntaba por detrás de los muros centenarios y las campanas del reloj marcaban una hora tardía, ella ya se encontraba frente a la puerta del Archivo Confidencial, la sección más protegida del palacio, donde se custodiaban los antecedentes de todos los miembros de la nobleza y las personas bajo escrutinio directo del trono.
Anya había hecho la solicitud formal unas horas antes. Era un paso lógico, casi imprescindible, si quería cumplir con su misión y proteger al príncipe Elian. Pero sabía, en el fondo, que no sería sencillo. En ese mundo, la transparencia era un privilegio muy bien guardado, reservado para quienes poseían el derecho, o para aquellos a quienes convenía que supieran ciertas verdades.
—Lo siento, señorita Ríos —le había dicho el jefe de protocolo, con una cortesía distante—, pero el acceso a esos archivos no está autorizado para usted. Su contrato no lo contempla.
Anya había sentido el golpe de la negativa como un desafío. Más allá de la molestia, una certeza creció en ella: había algo que no querían que supiera. Y en el juego de las sombras, esa clase de secretos siempre pesaba más que cualquier privilegio oficial.
El rostro impasible de Anya no dejó traslucir nada cuando regresó a su apartamento en el ala diplomática, pero en su mente se tejía un plan. Sabía que la información era poder, y en aquel palacio donde las apariencias gobernaban, solo la verdad oculta podía darle una ventaja.
No pasó mucho tiempo antes de que hiciera contacto con Iván, un técnico informático del palacio, con quien había intercambiado algunas palabras durante su primer día. Iván era un hombre reservado, con ojos que parecían ver más allá de las pantallas y un aire de complicidad implícita.
—¿Estás segura? —le preguntó en voz baja, en la penumbra de un pasillo—. Esto no es solo una violación de reglas. Si te atrapan, las consecuencias pueden ser graves.
Anya lo miró sin titubear.
—Lo sé. Pero no tengo otra opción.
La complicidad entre ambos no necesitó más palabras. Iván asintió y, a escondidas, le facilitó un acceso remoto a la red interna del palacio, suficiente para saltar la barrera digital que protegía los archivos confidenciales.
Sentada frente a la pantalla de su laptop, Anya sintió una mezcla de adrenalina y temor. Navegó con cautela, consciente de que cualquier error podía delatarla. Pero cuando llegó a la sección dedicada a las candidatas, encontró algo que no esperaba: múltiples irregularidades en el pasado de Isolde.
Los documentos que Iván le ayudó a descargar mostraban un historial de demandas silenciadas, acusaciones de chantaje y contratos rotos que no habían sido públicos. En cada archivo, la sombra de una mano oculta parecía haber borrado detalles, escondido evidencias, protegido intereses. Isolde no era solo la imagen perfecta y segura que mostraba en los eventos; era una figura envuelta en redes de manipulación que parecían entrelazar políticos, empresarios y figuras poderosas del reino.
Anya sintió cómo un frío recorría su espalda. Si esas verdades emergían, no solo arruinarían la candidatura de Isolde, sino que podrían desencadenar una crisis que afectaría la estabilidad misma del palacio. Pero más allá de eso, la seguridad de Elian estaba en juego, y eso la hacía ir más allá de cualquier escrúpulo.
Con el dossier cifrado y guardado en su memoria portátil, Anya se dispuso a regresar a su residencia cuando una figura se interpuso en su camino: el Capitán Gael Ruvik, jefe de seguridad del palacio y un hombre cuya reputación de eficiencia y rigidez era conocida por todos.
Gael la miró con una mezcla de suspicacia y reconocimiento. Su uniforme impecable contrastaba con la tensión que sus ojos transmitían.
—¿Qué haces a estas horas en este pasillo, señorita Ríos? —preguntó, con voz firme, pero sin acusarla directamente.
Anya, sin perder la compostura, respondió con la serenidad que la caracterizaba.
—No hay reglas que impidan que camine por el palacio a cualquier hora, capitán. Estoy preparando mi trabajo para la mañana.
Gael ladeó ligeramente la cabeza, pero no insistió.
—Tenga cuidado con lo que busca. No todos los secretos son para ser descubiertos.
Y con esas palabras, dejó pasar a Anya, quien sintió el peso de una advertencia en el aire. Gael no la denunció, pero su presencia era una sombra que la vigilaba, una fuerza que podía inclinar la balanza en cualquier momento.
Esa noche, cuando Anya se retiró a su habitación, su móvil vibró con una notificación inesperada. El mensaje, cifrado en un código que solo ella podía entender por su experiencia previa en seguridad y comunicaciones, contenía una sola frase:
“Todo lo que empieza con mentiras termina en fuego.”
No había remitente ni firma. Solo esa advertencia críptica, una frase que resonó en su mente como un eco amenazante. ¿Quién la había enviado? ¿Una amenaza o un aviso sincero? Anya sabía que, en ese palacio donde las apariencias eran la moneda corriente, la verdad podía arder con la fuerza de un incendio incontrolable.
Mientras apagaba la luz, la sombra del palacio parecía cerrarse sobre ella, recordándole que estaba en un juego peligroso. Que sus pasos eran vigilados y que cada movimiento podía desencadenar una reacción en cadena.
La piel de acero que se había forjado no era invulnerable, pero la voluntad de Anya era firme: descubrir la verdad, cueste lo que cueste.