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El Gran Salón del Palacio Eirenthal brillaba bajo la opulencia de candelabros de cristal, reflejando destellos dorados que parecían multiplicarse sobre las superficies de mármol y las mesas engalanadas con arreglos florales de una precisión casi quirúrgica. La atmósfera vibraba con una mezcla de anticipación y protocolo, la tensión palpable en cada suspiro contenido, en cada movimiento cuidadosamente calculado.

Anya estaba de pie cerca de una de las columnas de mármol, observando el despliegue con una mirada que no se dejaba engañar por la pompa y circunstancia. Frente a ella, la nobleza de Eirenthal y los diplomáticos invitados de Zérik discutían en grupos cerrados, intercambiando sonrisas medidas y elogios templados, pero bajo esa superficie reluciente, Anya sabía que todo se reducía a un juego de poder, donde las alianzas se forjaban y se deshacían como piezas en un tablero invisible.

 

Elian, impecable en su uniforme ceremonial, era el centro de atención, aunque no por su voluntad. Anya notaba con cierta amargura cómo las miradas que recibía no buscaban conocerlo, sino evaluarlo, como quien inspecciona una obra de arte en venta. Su porte, su linaje, su futuro matrimonio se discutían en susurros diplomáticos, en apuestas silenciosas.

Desde la distancia, Anya escuchó a un par de nobles susurrar:

—El príncipe es la joya de la corona, un activo político invaluable.

—Más vale que se asegure una alianza fuerte; no podemos permitir errores.

La sensación que le produjo fue fría, casi deshumanizadora. Elian no era un hombre; era un objeto, una moneda de cambio, un símbolo que debía cumplir un papel impuesto por generaciones.

Ella misma había sentido esa presión desde el momento en que aceptó el contrato, pero esa noche la vivía en carne propia, como un testigo obligado de una realidad cruel y despiadada.

 

Isolde, una de las candidatas que Anya había estudiado en profundidad, brillaba con una habilidad camaleónica. En el evento, se movía con gracia calculada, dirigiendo su sonrisa y sus gestos para las cámaras y los invitados, cuidando cada palabra como si fuera una declaración de estrategia.

Anya la vio acercarse a Elian en un momento cuidadosamente elegido, colocando una mano ligera sobre su brazo mientras murmuraba algo con una voz que parecía deslizarse con suavidad en el oído del príncipe. Las cámaras capturaron ese instante, y Anya pudo sentir la manipulación sin necesidad de palabras.

Isolde sabía que el público y los medios eran un campo de batalla y estaba dispuesta a usar cada recurso para posicionarse como la favorita.

—Parece la reina del espectáculo —murmuró Anya para sí misma.

Por otro lado, Marzanna rompía el molde. Con una elegancia menos pulida pero una confianza arrolladora, su discurso directo y sin tapujos incomodaba a los sectores más conservadores. Durante la cena, en un momento en que se le dio la palabra para un breve brindis, sus palabras fueron como un vendaval que removió las aguas estancadas del protocolo.

—No necesitamos máscaras ni discursos vacíos —dijo, mirando a los asistentes con una firmeza que dejó a más de uno sin palabras—. La verdad es que estamos aquí para sellar alianzas, sí, pero también para construir un futuro que refleje nuestros valores, no solo nuestras tradiciones.

Algunos nobles intercambiaron miradas desconcertadas, otros apenas lograron ocultar su disgusto. Pero había un brillo de admiración en los ojos de varios jóvenes aristócratas, que veían en Marzanna una voz auténtica y refrescante.

Anya admiró esa valentía silenciosa, consciente de que, en ese entorno, la rebelión era una apuesta peligrosa.

Mientras la cena avanzaba, Anya se mantuvo observadora, consciente de cada gesto, cada conversación que se tejía como hilos invisibles. Sabía que aquel evento era más que una simple recepción; era un tablero donde se movían piezas con intenciones ocultas.

De repente, Elian apareció junto a ella, rompiendo la distancia habitual con una presencia más cercana, aunque sus ojos mantenían esa mezcla de dureza y vulnerabilidad que Anya había aprendido a reconocer.

—¿Por qué sigues aquí? —preguntó con un tono que no era ni reproche ni curiosidad, sino algo intermedio, una pregunta cargada de significado—. Podrías renunciar, no sería fácil, pero nadie podría culparte.

Anya lo miró sin inmutarse, pero con una sinceridad que desarmó la fría apariencia del príncipe.

—Porque aún no he terminado de ver quién eres —respondió, con una firmeza que sorprendió incluso a ella misma—. Porque en este juego de máscaras, hay más de ti que lo que cualquiera ve.

Elian sonrió, una expresión fugaz y genuina que desapareció tan rápido como llegó.

—Entonces, sigamos jugando —susurró antes de alejarse.

Esa noche, cuando la música y las risas comenzaron a apagarse, Anya se retiró a uno de los balcones que daban a los jardines iluminados por faroles antiguos. Respiró profundamente, dejando que la brisa nocturna despejara las dudas y los miedos que se acumulaban dentro de ella.

Sabía que estaba inmersa en un juego peligroso, donde las lealtades eran efímeras y los secretos pesaban más que cualquier alianza oficial.

Pero también sabía que su papel era crucial: no solo debía proteger al príncipe Elian, sino también descubrir la verdad detrás de la fachada que todos mostraban.

En ese instante, mientras observaba la silueta del palacio bajo la luna, Anya sintió que estaba lista para enfrentar lo que viniera, sin importar el costo.

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