La mañana comenzó con un silencio irregular, cargado de una quietud extraña. Ni los pasos en el pasillo, ni los susurros del personal de servicio, ni siquiera el leve crujido de las viejas tuberías del ala diplomática acompañaron el despertar de Anya. Había dormido mal. Una inquietud indefinida la había mantenido al filo de la conciencia durante gran parte de la noche, como si su cuerpo ya intuyera que algo no estaba bien.
Cuando abrió la puerta de su residencia en el ala este, el sobresalto fue inmediato: sobre la alfombra, cuidadosamente colocada como si hubiese sido entregada por manos invisibles, había una caja rectangular envuelta en papel blanco marfil. Al abrirla, un ramo de rosas rojas descansaba sobre un lecho de terciopelo negro. Eran perfectas, casi demasiado, como si no hubiesen sido cortadas de un rosal sino fabricadas por un artesano con obsesión por los detalles.
Pero no era su belleza lo que aceleró el pulso de Anya. Fue lo que yacía entre los pétalos centrales: una pe