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Desde que había llegado al Palacio Eirenthal, Anya había entendido que la figura de la Reina Madre era más que un simple título. Era una sombra omnipresente que influía en cada decisión, en cada susurro, y cuya ausencia física comenzaba a llenar el aire con un silencio inquietante.

El intento de Anya por concertar una audiencia con la Reina Madre no era solo una formalidad protocolar, sino una necesidad estratégica. Para entender los hilos que movían la corte, para anticipar movimientos, para conocer a la mujer que, pese a su ausencia, parecía gobernar más que cualquier otro.

Sin embargo, cada solicitud que hacía era pospuesta con una excusa diferente, siempre un retraso indefinido, un motivo vago que se repetía como un eco distante: “La Reina Madre no se encuentra en condiciones”, “La Reina necesita reposo absoluto”, “La salud de Su Majestad es delicada y requiere privacidad”.

Fue en los corredores y cocinas donde Anya comenzó a escuchar rumores más palpables que las respuestas oficiales. La servidumbre, con sus charlas entrecortadas y miradas esquivas, hablaba de una enfermedad que consumía a la Reina Madre desde hacía semanas. Pero algunos rostros, los menos, dejaban entrever que la verdad era mucho más oscura.

—Dicen que no es solo la salud, —susurró una cocinera joven, mientras lavaba unos platos con manos temblorosas—, que hay cosas que no deben salir a la luz, cosas que podrían derrumbar el reino si se supieran.

Anya escuchó con atención, anotando mentalmente cada detalle, cada palabra cargada de miedo o de lealtad ciega.

Sabía que, en ese mundo de poder y máscaras, los secretos podían ser armas letales o cadenas invisibles que atrapaban a quienes los conocían.

 

Por otro lado, el príncipe Elian, cuya relación con Anya fluctuaba entre el escepticismo y una frialdad casi cortante, se mostraba más hosco que nunca. La distancia que él mantenía parecía crecer con cada día, y en sus ojos se podía leer un cansancio profundo, una sombra de dolor que parecía arraigada en la ausencia de su madre.

Una tarde, mientras compartían una sesión de trabajo en la biblioteca privada del palacio, Elian rompió el silencio con una confesión inesperada:

—No la he visto en semanas —dijo con voz baja, como si temiera que sus propias palabras pudieran romper algún pacto invisible—. Ni siquiera sé cómo está realmente.

Anya, sorprendida por la vulnerabilidad del príncipe, intentó medir sus palabras para no invadir un territorio demasiado personal.

—¿Y nadie te ha informado? ¿Nadie te permite verla?

Elian negó con la cabeza, sus labios apretados como si llevara dentro una rabia contenida.

—El círculo más cercano a ella es un muro. Nadie entra ni sale sin permiso. Y yo, a pesar de ser su hijo, soy un extraño para ella ahora.

La confesión dejó a Anya con una mezcla de compasión y creciente preocupación. La ausencia de la reina no era un simple tema de salud; había algo más, algo que había empezado a corroer la base misma del poder en el palacio.

 

En medio de esas tensiones, Anya comenzó a notar un detalle que la inquietaba cada vez más: la presencia constante de Dama Aurelia, la dama de compañía y mano derecha de la Reina Madre. Aurelia era una figura enigmática, siempre elegante, siempre firme, con una mirada que parecía esconder secretos que nadie más estaba autorizado a conocer.

Lo que llamó la atención de Anya fue que Aurelia era la única que entraba y salía de las habitaciones privadas de la Reina sin restricciones, sin justificaciones visibles ni supervisión. Era la guardiana del silencio y la confidencialidad, la sombra que velaba por la reina ausente.

Una noche, decidida a entender el alcance de ese misterio, Anya decidió seguirla con discreción.

 

Siguiendo los pasos de Aurelia a través de pasillos poco transitados y puertas semiocultas, Anya llegó a una pequeña capilla oculta en un ala olvidada del palacio. Allí, en la penumbra, la encontró arrodillada frente a un altar diminuto, con una carta en las manos que sostenía mientras las llamas de una vela consumían lentamente el papel.

La escena era de una solemnidad casi ritual.

Aurelia susurró, como si sus palabras fueran para el fuego mismo:

—No debe saberse.

El brillo rojo de las llamas iluminaba su rostro, que se mantenía imperturbable pero firme, como si esa carta y su contenido fueran la llave de un secreto demasiado peligroso para ser revelado.

Anya sintió que estaba ante un umbral invisible, un punto de no retorno donde el conocimiento podía ser tanto una bendición como una condena.

 

La carta que Aurelia quemaba debía contener información de un peso incalculable, una verdad que el palacio quería ocultar a toda costa. El acto de destruirla no era solo simbólico, sino una advertencia clara: algunos secretos debían permanecer enterrados, sin importar el costo.

Anya entendió que la enfermedad de la Reina Madre era solo la superficie de un problema mucho más profundo, uno que amenazaba no solo la estabilidad del reino, sino la propia seguridad del príncipe y de todos aquellos que habitaban el palacio.

Mientras las llamas consumían la última línea de la carta, Anya se retiró con una mezcla de temor y determinación. Sabía que el camino que había elegido estaba lleno de peligros, pero también que la verdad, por más oscura que fuera, era la única luz que podía guiarla.

En un mundo de apariencias y mentiras, donde las máscaras caían solo para revelar más misterio, la Reina Invisible no era solo una mujer ausente: era el epicentro de un secreto que podría incendiarlo todo.

Y Anya estaba dispuesta a enfrentarlo, aunque eso significara quemar todas las certezas que había construido.

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