El cielo de la ciudad brillaba con un azul profundo, punteado apenas por unas pocas estrellas que se asomaban entre los edificios altos. Anne se recogió el cabello en un moño suelto mientras bajaba del coche. Llevaba un vestido azul marino que se ceñía sutilmente a su cintura, sin adornos innecesarios. Elegante, como siempre, pero con una simplicidad que Alexander amaba.
—¿No está demasiado tranquilo este lugar para una cita? —bromeó ella, al ver el jardín decorado solo con luces cálidas y una mesa para dos bajo un toldo de tela blanca.
—Quería que pudieras hablar sin tener que competir con la música o con las miradas de otros —respondió él, abriéndole la silla con ese gesto natural que aún le hacía latir el corazón más rápido.
Se sentaron. El aire tenía ese aroma de noche de verano: un poco a tierra húmeda, un poco a flores. Todo era suave, cómodo. Casi irreal.
Había pasado poco tiempo desde el accidente en la mansión Lewis Benson. Eleanor, en su acostumbrado tono venenoso, había cru