Días atrás, el día de la perdida.
La lluvia golpeaba los ventanales de la antigua casa como si la naturaleza quisiera llorar por ellos. El cielo gris parecía reflejar exactamente lo que Evan sentía dentro. Se sentó en el viejo sofá de cuero del estudio, frente al fuego apagado, con las manos entrelazadas. La habitación olía a nostalgia, a libros viejos y a café frío.
Katherine entró en silencio, sin decir nada al principio. Había envejecido, no por los años, sino por el peso de la culpa y el dolor. Se acercó y dejó una taza de té en la mesa baja, frente a su hijo.
—Gracias —murmuró Evan sin mirarla.
Katherine se sentó frente a él. Por unos minutos, solo el sonido de la lluvia llenó la habitación.
—¿Cómo está ella? —preguntó por fin, su voz rasgada, quebrada por el recuerdo.
Evan bajó la mirada. Tomó aire, tragó saliva. Hablar de Anne era difícil. Trabajar con ella todos los días sin poder abrazarla como su hermana era una tortura silenciosa.
—Rota —dijo, finalmente—. Fuerte por fuera