El instante en que el acero del Capitán Kael chocó contra la hoja del hombre conocido como “El Perro Mayor” no fue un sonido. Fue un trueno seco que destrozó el silencio expectante del bosque.
El Perro Mayor, cuyo rostro estaba ahora cubierto de una furia asesina, había estado a punto de alzar su cuchillo contra el cuerpo inmóvil de Christina. Un paso más, un segundo de retraso, y todo habría terminado.
Kael era un maestro de la espada pesada, entrenado no en la danza de los duelos nobles, sino en la carnicería disciplinada de la guerra de vanguardia. Su espada descendió con la fuerza de un ariete, obligando al asesino a cruzar sus cuchillos para absorber el impacto. El retroceso fue suficiente para que El Perro Mayor tambalease un paso hacia atrás, el impacto resonando dolorosamente en sus brazos.
—¡Formación de escudo! ¡Tres y cuatro, extraigan a la Señora, ahora!— gritó Kael, su voz una orden de hierro que cortó el fragor.
La escena se iluminó caóticamente bajo la luz de las lintern