La semana transcurrió como una sucesión de momentos robados. En cualquier rincón de la empresa, Tiago y Jimena encontraban la forma de acercarse: un beso rápido al amparo de una puerta cerrada, un roce de manos en la sala de juntas, un susurro que solo ellos entendían. Las noches eran otro capítulo, lleno de calor y promesas que se decían sin miedo, como si en su burbuja nada pudiera romperlos.
La fecha de la inauguración de la nueva aplicación estaba a pocos días, y Tiago sabía que, detrás de todo el despliegue, había un plan mucho más importante para él. Un plan que Gabriel había aceptado ser cómplice, encargándose personalmente de cada detalle para que Jimena no tuviera ni la más mínima pista.
Esa mañana, Gabriel entró a la oficina de Tiago sin formalidades. Cerró la puerta y se dejó caer en la silla frente a su escritorio. Tiago, rodeado de carpetas, planos y el brillo de su pantalla, lo miró con una media sonrisa.
—Llegas justo a tiempo —comentó, apartando unos documentos—. Estab