La luz de la mañana se colaba tímida por las cortinas de lino, pintando la habitación con tonos dorados y suaves. El aire tenía ese aroma limpio a sábanas recién lavadas, mezclado con el perfume sutil de Jimena que aún flotaba en el ambiente. Tiago abrió los ojos lentamente, sintiendo la calidez del cuerpo de ella junto al suyo. Su cabello corto estaba desperdigado sobre la almohada, y un rayo de sol acariciaba sus facciones, delineando cada curva de sus labios.
Él se quedó un momento observándola, sin prisa. Le gustaba cómo respiraba profundo cuando dormía, cómo fruncía apenas el ceño al sentir la claridad colarse por la ventana. Hubiera querido quedarse así un rato más, pero debían ir a trabajar.
Jimena se movió apenas, girando sobre su costado y abriendo los ojos con una lentitud elegante, como si incluso al despertar supiera mantener su porte.
—Buenos días… —murmuró, su voz aún grave por el sueño.
Tiago sonrió y, antes de responder, rozó con sus labios su frente.
—Buenos días, pri