El día amaneció con un cielo despejado y un aire templado que presagiaba el inicio de una jornada aparentemente normal. Los cristales del edificio central de la empresa brillaban con fuerza, reflejando el sol que se deslizaba como un pincel dorado sobre los ventanales. La ciudad bullía con su ritmo cotidiano, pero en el interior del décimo piso, las miradas, los silencios y las respiraciones contenían un secreto que solo dos personas conocían.
Jimena llegó temprano, como siempre, con su andar elegante, su cabello recogido en una coleta pulida y su traje beige perfectamente entallado que dejaba entrever la silueta de una mujer segura de sí misma. Saludó a su asistente con un leve gesto de cabeza y caminó hacia su oficina sin siquiera mirar hacia donde trabajaba Tiago. Sus tacones resonaban suavemente sobre el mármol, una música sutil que él reconocía desde cualquier punto del edificio.
Tiago, por su parte, estaba ya en su sitio. Vestía una camisa blanca remangada, ligeramente desaboton