La mañana despertó con una brisa suave que mecía las cortinas de la enorme habitación de Jimena. La luz del sol se filtraba como caricia dorada entre los pliegues blancos de la tela, acariciando su piel aún tibia por lo vivido la noche anterior. Se giró lentamente entre las sábanas de seda color perla, con los músculos aún sensibles, con la boca entreabierta como si aún buscara sus besos. Por un segundo, cerró los ojos y volvió a sentirlo, su piel contra la suya, su respiración en su cuello, el calor de su cuerpo cubriéndola en cada embestida.
Pero el reloj no se detenía. Y Jimena lo sabía.
Suspiró, cubriéndose con una bata satinada que descansaba sobre una butaca. Caminó descalza hasta el baño, dejando una estela de aroma a jazmín y deseo. Se miró al espejo. Su reflejo la observó con una mezcla de satisfacción y desconcierto. ¿Cómo había llegado hasta ese punto con Tiago, su empleado, su debilidad más reciente?
Cada paso hacia el vestidor la obligaba a tomar distancia emocional. Elig