La noche caía con una quietud engañosa sobre la ciudad. Desde la mansión ubicada en las colinas, todo parecía estar en calma. Las luces cálidas de las lámparas iluminaban con suavidad el mármol blanco de los pasillos, y el murmullo lejano del viento rozaba los ventanales como un susurro casi imperceptible. En el interior, el silencio era tan denso que podía sentirse.
Jimena caminaba descalza por su habitación, con una copa de vino en la mano. Su camisón de seda marfil rozaba sus muslos como un suspiro, y sus pasos eran lentos, cargados de pensamientos. Había intentado concentrarse en un libro, en música clásica, en cualquier cosa… pero no. Su cuerpo seguía encendido, vibrando con la memoria del tacto de Tiago, con el calor que le había dejado en la piel, con la forma en que la había tomado sobre su escritorio, sin que el mundo pudiera detenerlos.
—Maldita sea… —murmuró entre dientes, dejando la copa sobre el tocador.
Se sentó en el borde de la cama, las piernas cruzadas, la mirada per