El tic-tac del reloj de pared parecía retumbar en la oficina de Jimena como una cuenta regresiva hacia la locura. Afuera, la ciudad vibraba con su ruido habitual, pero allí dentro, entre paredes de cristal y madera noble, sólo existía el eco de su respiración entrecortada, los latidos acelerados de un corazón que se negaba a obedecer a la razón.
Jimena caminó hasta su ventana, buscando un poco de aire. La reunión había terminado hacía quince minutos, y aún sentía el perfume de Tiago impregnado en su piel, como si se le hubiera adherido sin permiso. Ese maldito ascensor la había descolocado por completo. Él la había dejado allí, con las piernas temblorosas, los labios hinchados y el alma encendida. Y ahora tenía que seguir como si nada. Como si no lo necesitara con urgencia.
Se pasó una mano por el cuello, acariciando la piel que todavía ardía por donde él la había besado. Se sentía ridícula, desequilibrada. ¿Desde cuándo un hombre podía desarmarla de esa forma? Ella, la dueña de su mu